SE ALQUILAN BARCAS
Autora: Leyre Arrue Uzoz
Marina, Santander, 1978. Prefiere el día a la noche, en el cine bebe agua pero no
come palomitas, en verano se cose vestidos que copia de revistas. Nerea, Bilbao, 1983.
Escucha música en modo aleatorio, le gusta ser la última en irse de los bares, camina
situándose a la izquierda de quien la acompañe. Ambas viven en Barcelona, ninguna tiene
gato y esta es la historia de cómo un día decidieron convertirse en isla.
Para ello, primero habrán de ponerse cara y esto sucederá en un bar de la calle
Torrijos una tarde de noviembre. Para que ambas acaben sentadas alrededor de la misma
mesa, será necesaria la intervención de una amiga común, que organizará un viaje con
destino a Barcelona. Así, una cántabra y una vasca se conocerán gracias a una escapada
de una madrileña y otros cántabros. Si la historia la contara un cínico, diría que para que
una persona que vive en Barcelona haga una amiga, hace falta que otras cinco se cojan
un avión. Si se tratara de un cinéfilo, que si quieres bailar, tienes que pagar a los músicos.
El lector decide de qué lado de la red deja la pelota caer.
Una vez en el bar y tras hacer las debidas presentaciones, quedará claro que ellas
son las únicas que residen en Barcelona. Después de dar cuenta de buena parte de la ración
de ensaladilla rusa, Marina se quejará de una ley que afecta únicamente a la ciudad condal,
según la cual se prohíbe consumir fuera de los bares. Declarará, con una solemnidad que
a Nerea le resultará divertida, que echa de menos los barriles a modo de azafatas de vuelo
que pueblan las entradas de los bares del norte y mostrará, además, su incomprensión ante
la necesidad de los catalanes de buscar un sitio donde sentarse, aunque tengan intención
de abandonar el establecimiento al cuarto de hora. No solo no nos dejan salir con la bebida
- 3 -
a la calle sino que además tampoco saben estar en una barra de pie, dirá entornando los
ojos y limpiándose la comisura de los labios con una servilleta de papel que no le dará las
gracias.
Nerea la escuchará con una sonrisa esperanzada, por fin un oasis en el desierto.
La noche pasará así a tener un único objetivo, hacerse amiga de esa chica que parece amar
la ensaladilla más que su propia vida. Para ello, le propondrá crear una resistencia
silenciosa basada en la búsqueda incansable de establecimientos donde quebrantar dicha
ley. Antes de la medianoche, intercambiarán números de teléfono y será así como Marina
se convierta en Marina de pie en el teléfono de Nerea.
A partir de ese momento, Marina y Nerea quedarán para tomar muchos vermús e
intentarán por todos los medios que todos sean de pie. Acudirán los miércoles al cine e
intercambiarán opiniones sobre las películas engullendo tres empanadillas argentinas en
el bar de enfrente. Disfrutarán de paseos, conciertos, exposiciones y un único desayuno.
Jamás una conocerá la casa de la otra y un día, Nerea abandonará la ciudad y la despedida
será tan solo un hasta luego, por no tratarse esta de una amistad basada en compartir el
mismo clima.
El primer reencuentro tendrá lugar en Madrid, ciudad insuperable en lo que a
beber vermús de pie se refiere. Quedarán en en el espacio de Tabacalera a las doce del
mediodía de un soleado día de diciembre. Y es precisamente bajo la antigua señal de
Fábrica de tabaco que flanquea la gran puerta metálica de la entrada donde nos
encontramos en este preciso instante.
A nuestros pies, Marina y Nerea se sonríen y abrazan, sin temer los segundos de
más que exigen a medias el invierno y los meses sin verse. Acceden al espacio ansiosas
- 4 -
por lo que el futuro inmediato les depara. La persona encargada de la taquilla les explica
que la exposición que en ese momento alberga el espacio se titula Que me quiten lo bailao,
una retrospectiva de la artista sevillana Pilar Albarraicín, de la cual ninguna ha oído
hablar, pero asienten como si la realidad fuera la contraria. La mujer les hace entrega de
sendos folletos mientras les cuenta con insólito entusiasmo que los temas característicos
de la obra de Pilar giran entorno al folclore andaluz, el cante, el baile, el duende, el
quejío... así como a elementos asociados a estos, como vestidos, lunares, bordados, ollas
a presión, bragas, cuchillos y sangre. Marina y Nerea, en un ejercicio impecable de
natación sincronizada fuera del agua, se miran instintivamente y piensan lo mismo.
Flamenco y bragas, esto promete.
A partir de ahí y desde la ironía, continúa la mujer, Albarraicín visibiliza los
códigos imperantes en la construcción de las estructuras de poder y las relaciones sociales,
poniendo especial interés en la situación subalterna de la mujer respecto al hombre, la
paradójica idea de la identidad nacional, la delgada línea que separa la censura y la
libertad... Estas últimas frases quedan suspendidas en el aire. Un destello se cuela en el
campo de visión de Nerea, quien instintivamente gira la cabeza hasta encontrarse de
frente con una estructura enorme cuya naturaleza tarda unos segundos en comprender.
Cuando su cerebro procesa la información, abre los ojos como platos y exclama: ¡Coño!
¡Un paso!
Efectivamente, ante ellas, se alza la primera obra de la exposición, El capricho,
que no es otra cosa que un paso de Semana Santa invertido en el que únicamente la punta
de la cruz toca el suelo mientras que el resto de la estructura permanece sujeta al techo a
través de un sistema de poleas. Ambas estallan en una carcajada, que inmediatamente se
- 5 -
añade a la lista de momentos que hacen de la verdadera amistad un vínculo en ocasiones
infranqueable.
En este punto, el lector observa a dos personas reírse a mandíbula batiente pero
desconoce la razón o lo que es lo mismo, se encuentra fuera del vínculo. La explicación
que aparece a continuación, innecesaria para ellas, tiene como objetivo hacer transitar al
lector del exterior al interior de este círculo invisible, pero sobre todo, servir de invitación
para que este, al finalizar el relato, devenga también isla. Al Cantábrico le hace falta un
buen archipiélago.
Para ello, habríamos de retroceder unos meses a una playa alejada de Barcelona,
donde nos encontraríamos a Marina y Nerea tumbadas a escasos metros de la orilla, con
los ojos cerrados y el mentón apuntando al cielo, para seguidamente escuchar a Nerea
decir, más al propio cielo que a Marina:
- Estoy harta de los hombres paso de Semana Santa.
- ¿Cómo?
- Los hombres a los que hay que llevar a cuestas.
Y es así como Marina y Nerea, al encontrarse frente a El capricho, han tropezado
literalmente con seis metros de metáfora sobre algunas de las criaturas que han
diseccionado juntas en los mencionados vermús. Individuos que se creen algo tan
majestuoso que ha de ser transportado cuando la realidad es que ni se acercan a la
dimensión mística de estas esculturas de arte sacro. Ni rastro de calvario, canastilla o
faldón. Por no hablar de candelabros, faroles o cirios. Nada brilla, nada llama la atención,
ningún detalle queda retenido en la memoria. ¿Por qué habrían de deslomarse empujando
- 6 -
semejante masa informe que no se corresponde con ninguna advocación? ¿Qué milagro
aconteció previamente en esas vidas para que esos seres sientan que han de ser alzados e
idolatrados?
Recorren el resto de la exposición en silencio. En la cabeza de Nerea se instala
una pregunta. Si existe este tipo de hombre, las mujeres por fuerza han debido desarrollar
una forma de respuesta. Pasea su mirada distraída por el resto de obras: una montaña de
libros tirados en el suelo, un vídeo de una cabra a la que sacrifican, una perfomance en
la que una señora es acosada por una banda de música que interpreta el pasodoble Que
viva España... hasta encontrarse delante de una sartén donde un huevo frito y un chorizo
mantienen una animada conversación y dar con la respuesta: las mujeres cera. Mujeres
que arden con independencia de si hay un motivo para hacerlo, que iluminan calles que
ningún peatón transita, que se derriten, con el objetivo de unir territorios lejanos y a
menudo hostiles, construyendo para ello puentes tan de frágiles como los de Calatrava.
Al salir de la exposición, encaran la cuesta de Embajadores. Se dejan caer en una
terraza de la Plaza de la Paja y sin consultar, Marina pide dos vermús deseando que
contengan dos aceitunas en lugar de una. Sabiendo como saben, que las grandes
conversaciones no se tienen mientras se espera, permanecen en silencio. Callan, mientras
el sol de invierno incide en la montura de sus gafas de sol y cuando por fin dos vermús
colman sus manos, Marina pregunta:
―¿Por qué brindamos?
―Por las islas. Dinamitemos los jodidos puentes.
Comentarios
Publicar un comentario