POEMARIO LAS GALLINAS
Autora: Alma López Patiño
Y hacían conmigo como las
perras
que tienen crías y no
quieren criar
un gato aunque se lo
pongan
debajo de la barriga por
sorpresa.
MERCÉ
RODOREDA
Son las
seis y cuarto de la mañana de un seis de enero especialmente nublado y yo estoy
metida en la cama. Me desperté hace ya más de media hora pero tengo la absurda
sensación de que si me levanto tan temprano y los regalos no están en el salón,
no estarán tampoco más tarde. Así que he decidido dormir al menos una hora más.
Los
primeros en cansarnos del palomitero fuimos mi hermano y yo, pero fingimos
durante un par de días más porque la gente parecía querernos mucho y llegar a
casa con una ilusión desmedida a la que yo, al menos, no estaba acostumbrada.
Después se cansó mi madre, que pasaba más tiempo del habitual con nosotros por
el hecho de que mi padre, por Navidad, se había regalado a sí mismo una
avioneta de una sola plaza que la excluía de sus próximas semanas de vida. Por
último, del palomitero se cansaron todos los demás, lo que nos permitió dejar
de fingir.
Dejar de
fingir no fue tan fácil como esperaba; a veces se me escapaba una sonrisa
excesiva o se me abrían mucho los ojos sin venir a cuento.
Son las
seis y media de la mañana y este año no he pedido nada por Reyes. Si hubiese
pedido algo habría sido un mapa y un péndulo.
Mi padre
se compró una avioneta de una sola plaza que se llamaba Clau I. El nombre no se
lo puso él, sino que venía pintado con letras azules en uno de los lados. La
avioneta se la trajeron en dos partes: por un lado la avioneta en sí y por otro
el motor. Mi padre siempre compra ese tipo de cosas que una nunca sabe en qué
tiendas pueden vender, como un Super Flipper Frand Prix de los años 70 sin las
bolas plateadas o un sidecar doble con llamas y sin ruedas; pero una avioneta
sin motor era ir demasiado lejos. Recuerdo que cuando mi madre la vio, dirigió
la mirada a mi padre y estuvo negando con la cabeza durante tanto tiempo que yo
me fui a por un yogurt de coco a la cocina y, cuando volví al patio, aún seguía
negando. De verdad que fue así.
En el
momento en el que Pandal se instaló en la casa de al lado ya no teníamos la
avioneta, por eso cree que le miento cuando le prometo que existió una Clau I y
que llegó sin motor. Me llama mentirosa y después me pega flojito con la palma
de la mano en la frente, riéndose. Pandal tampoco conoció a mi hermano, pero de
su existencia no tiene duda. No puedes creerte una
cosa y la otra no, van de la mano, le digo. La
historia va de la mano.
Lo bueno:
este año me traerán un regalo solo para mí. Un regalo única y exclusivamente pensado
a mi medida (no sé si se puede pensar a medida). Me imagino envuelta en una
armadura de papel rodeada con un lazo mientras le digo a mi madre: Lo
siento, mamá, no ha sido mi intención que esto tenga que dolerte tanto.
Cuando mi
madre tenía cinco años, le pidió un bebé de verdad a los Reyes Magos.
Pandal es
mi amigo, mi vecino y, muy probablemente, mi novio. El día que nos conocimos
cayó un relámpago justo a su lado y esto es algo que solo soy capaz de creerme
porque me encontraba mirándolo cuando ocurrió. Salí de mi casa a tirar la
basura y él estaba dándole patadas a un balón contra la pared. Lo observé de
reojo durante unos segundos y, justo entonces, cayó el relámpago. Pandal giró
la cabeza bruscamente y lo que encontró fue mi figura. Tú, dijo señalándome de
manera acusatoria.
Yo no tuve
nada que ver con el relámpago y esto, opino, es algo innegable.
Mi padre
se encerró en el terreno que tenemos detrás de casa durante el tiempo que
estuvo arreglando a Clau I. Yo salía de vez en cuando para llevarle un bol de
palomitas y tenía que quitarme de encima a las gallinas. Tenemos siete gallinas
en nuestro terreno porque un día mi padre leyó en una revista que las gallinas
son el descendiente vivo más cercano del Tyranosauro Rex. A las gallinas no les
faltaba nada cuando nos las trajeron, por lo que se podría decir que, a día de
hoy, es lo único completo que mi padre ha comprado. Te traigo
palomitas, papá.
Y yo sostenía el bol mientras mi padre se las comía, sin parar de arreglar la
avioneta y sin mirarme. ¿Sabes que hay más gallinas
en el mundo que seres humanos? Nada, ni contestarme con un sí o un no.
Son las
siete menos cuarto de la mañana y no sé dónde está mi hermano.
Este año
la única persona que me ha preguntado qué quería por Reyes ha sido Pandal.
Pandal tiene una mancha oscura justo debajo del labio que no es ni un lunar ni
una marca de nacimiento, lo que le convierte en un adolescente de trece años
con perilla. Cuando me preguntó qué quería que me regalara por Navidad,
contesté que un bebé, un bebé de verdad. Cambió de tema rápidamente y no hemos
vuelto a hablar de ello.
Son las
siete menos diez de la mañana y fuera hay tanta niebla que desde mi ventana no
alcanzo a ver la casa de enfrente. Siempre que el día está nublado me acuerdo
de aquel portero del Charlton que se quedó completamente solo durante más de
media hora en el campo de juego cuando cancelaron un partido a causa de la
niebla. Él, estando en su portería, no tenía manera de saberlo.
Desde que
se fue mi hermano, así es más o menos como me siento yo.
A veces pienso
lo que habría ocurrido si el relámpago que cayó al lado de Pandal hubiese caído
encima de él. Me vienen a la cabeza dos ideas; uno, lo habría partido en dos,
como ocurre con los árboles, dos, ahora sería blanco, como en esa película en
la que el Sean Patrick Flanery tiene poderes. No sé si Pandal y yo seríamos
novios si él fuese completamente blanco. Tampoco sé si habríamos perdido la
virginidad juntos, aunque no haya sido como perder nada, y, por no saber, no sé
por qué a Pandal le llaman por ese nombre que, evidentemente, no es un nombre.
Después
del relámpago y de señalarme de manera acusatoria mientras decía tú, Pandal caminó
directo hacia mí. Ahora ha llegado el
momento de destruir el mundo, dijo. O me ayudas o te mato a
ti primero.
Cuando mi
padre terminó de arreglar a Clau I no se atrevió a probar realmente si lo había
hecho bien. Claro, es que si es que no, me mato. Mi madre propuso que
plantaran un árbol dentro, en el hueco del asiento. Sería muy
bonito, ¿no? Un árbol saliendo de una avioneta. Después soltó una risilla nerviosa.
La
penúltima imagen que tengo de mi hermano es la de él delante de mí en la
escalera mecánica con todo aquel ruido, humo gris y los palíndromos, que era su obsesión del
día. Yo de todo te doy. Sé verla al
revés.
Ligar es ser ágil. Al mirar hacia abajo, vi una paloma subida en las mismas
escaleras mecánicas y me hizo gracia que actuase como una persona, pero no lo
compartí con mi hermano porque, en ese mismo momento, se volvió hacia mí y me
preguntó molesto: ¿Por qué siempre vas
medio encorvada? También
recuerdo que tenía mucho calor, aunque aún no había llegado el verano.
Fue en
verano cuando manché por primera vez los dedos de Pandal de color rojo.
El
palomitero lo sacamos al terreno de detrás de casa entre mi madre, mi hermano y
yo. Las gallinas observaron con resignación las palomitas que había dentro,
tras el cristal. Lo dejamos a la izquierda de una maqueta gigante de una de las
tres carabelas de Colón (no sé si la Pinta o la Niña) a la que le faltaban las
velas y a la derecha de un Scalextric sin coches. Una de las
patas del palomitero cayó justo encima de un ala de pájaro que un gato había
arrancado para jugar con ella. Observé cómo el ala de pájaro se deslizaba
suavemente hasta quedar fuera del alcance de la pata y, sobre aquel momento
mágico, preferí no hacerme ninguna pregunta.
Son las
siete de la mañana y no puedo morir todavía. La textura del exterior me
recuerda a sábanas recién lavadas.
Clau I
debe su nombre a la chica que había sido el gran amor del anterior dueño de la
avioneta. Al parecer, en su vida sentimental hubo más de una Claudia, por eso
Clau I. Mi padre me contó que la chica en cuestión iba siempre en bata y que la
boca le sabía a miel. Se fue con un marinero, me dijo, que
resultó ser algo estúpido. Pero eso una no puede saberlo desde el primer
momento. Clau
cayó un día al agua, de noche, debido a su sonambulismo. No
es una buena idea que una sonámbula viva en un barco. Cuando la noticia de
que la chica estaba perdida en el mar llegó a oídos del anterior dueño de Clau
I, él decidió comprar la avioneta y salir a buscarla.
Me
pregunto si mi hermano sobrevuela ahora el mar Cantábrico buscando a Clau.
La última
vez que vi a mi hermano ni siquiera lo vi, porque era solo un puntito en el
aire. Mi madre lloraba de puro miedo y mi padre sonreía satisfecho. Estaba
completamente seguro de que funcionaría. Contemplamos cómo mi hermano se
alejaba cada vez más. Cuando la avioneta quedó fuera del alcance de nuestra
vista, los tres permanecimos en silencio durante unos minutos, mirando el
cielo.
Son las
siete y diez de la mañana y yo no he conseguido dormirme, así que me levanto.
En el salón, donde siempre han dejado los Reyes sus regalos, no hay nada. Me
bebo dos vasos de agua seguidos, que es algo que hago cada mañana, y me asomo
al dormitorio de mis padres porque la puerta está entornada. Duermen. Busco un
poco, por debajo del sofá o entre los cojines, por si los regalos son pequeños
y están escondidos, pero no encuentro nada. Vuelvo a mi habitación y arranco tres
hojas de una revista que utilizo para envolver un collar que me regalaron
cuando tomé la comunión, unos calcetines con dibujos de aguacates y un llavero
de la Torre Eiffel que me trajo mi tía de París. Vuelvo al salón y dejo los
tres paquetitos en el sofá después de escribir con rotulador negro nuestros
nombres sobre ellos. Me aseguro de que mis padres siguen durmiendo. Pongo leche
a calentar en un cazo y cojo de la alacena el chocolate en polvo Amalia. Una vez que lo echas en
la leche, no hay que dejar de darle vueltas hasta que espese, como con la
bechamel. Cuando ya está listo, saco el roscón y lo pongo en un plato bonito,
que es lo que cada año hace mi padre. Me siento a esperar y pienso que, quizá,
debería envolver un cuarto regalo por si mi hermano aparece y, justo cuando
estoy pensando esto, alguien llama a la puerta, que no al timbre (alguien da
unos golpes suaves con los nudillos sobre la madera, quiero decir).
Mi madre
escribió un conjunto de poesías hace unas semanas. Se llamaba Las
gallinas y
recuerdo que uno de los poemas trataba sobre un acuario que no contenía ningún
pez y en el que luego, al final del todo, se metían las siete gallinas. Mi
madre describía el sonido que hacían las gallinas estando bajo el agua (en el
poema no morían ahogadas) y a mí, al imaginar ese sonido, me entró tal angustia
que no quise seguir leyendo más.
El
anterior dueño de Clau I no encontró nunca a Clau. Durante
dos meses fui todos los días a buscarla, le contó a mi padre. Después
empecé a salir tres o cuatro días a la semana y, más tarde, quizá uno;
normalmente los domingos, que era cuando más me acordaba de ella porque solía
engalanarse dejando su bata en casa para ir a la iglesia. Cogía la avioneta y
volaba muy bajito, muy bajito, casi al ras del mar. Me daba miedo encontrármela
muerta, así que decidí dejar de buscarla. Pero a veces estaba yo en casa viendo
la televisión y pensando un poco en la nada y me levantaba y comenzaba a
caminar, por inercia, hacia la nave donde guardaba la avioneta. Era como si yo
también fuese sonámbulo, ¿sabes? Por eso no me quedó más remedio que sacarle el
motor.
Cuando
empezamos a buscar a mi hermano, mi padre dijo: Claro, si
tuviese la avioneta podría salir a buscarlo con ella. Mi madre le pegó una
bofetada.
El primer
regalo de reyes que recuerdo es el que me trajeron cuando tenía cinco años: una
pecera de cristal sin nada dentro. Miré a mis padres, intentando comprender. Los
peces se han muerto, lo siento, cariño, dijo mi madre. Pregunté qué era la
muerte unos quince minutos después, mientras mojaba el roscón en el chocolate.
Son
las ocho menos veinte y, al abrir la puerta, encuentro a Pandal con un bebé en
los brazos. Un bebé de verdad. Y es aquí en realidad donde empieza la historia.
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