CAUSALIDADES
Ni
siquiera el sol implacable que a esa hora ya calienta el metal de las farolas
del pueblecito costero donde vive con Alicia, su mujer, a la que acaba de dejar
en casa con la nariz sangrando y el ojo derecho morado porque, de nuevo, le ha
sacado de sus casillas, y esta vez ha sido la gota que ha colmado el vaso.
Tampoco hacen presagiar nada las tenaces moscas que Lola intenta espantar
infructuosamente del cochecito del niño, mientras camina con pasos rápidos
hacia la casa de la niñera, de quien en ese mismo instante recibe el siguiente
mensaje:
Hola, Lola. Siento mucho avisarte con tan
poco tiempo, pero es que he tenido un pequeño accidente en las escaleras y no
me encuentro bien. No voy a poder cuidar hoy de Mario. Lo siento muchísimo.
Alicia.
Lola
se para en seco y, con una mueca de disgusto, marca el número de Beatriz, su
colega enfermera, para avisarla de que no llegará a tiempo al puesto de guardia
de la Cruz Roja, que tiene que llevar al niño a casa de los abuelos y que, por
favor, la cubra ella, que mañana ya ajustarán cuentas.
La
enfermera Beatriz deja su tostada intacta encima de la mesa y sale de casa
malhumorada, precisamente hoy, miércoles 7 de agosto a las 8:55, cuando sabe
que los miércoles está de guardia el doctor Benítez, o sea su exnovio, y que
por eso ella los miércoles ni trabaja ni falta que le hace.
A
las 9:10 de la mañana, el niño que nada en el mar vigilado desde la orilla por
su papá siente un latigazo eléctrico en la pierna derecha y, al intentar
deshacerse de la medusa con ambas manos, agrava considerablemente la situación.
Cuando su papá lo saca del agua, largas líneas violeta recorren las
extremidades superiores del niño, que llora tan fuerte que tiene que ser
transportado al puesto de la Cruz Roja de la playa.
El
doctor Benítez recibe al niño en el mismo instante en que la enfermera Beatriz,
su ex, entra por la puerta, así que no le queda más remedio que morderse la
lengua y apretar los labios para que no se le escapen las 50.000 preguntas que
tantas ganas tiene de hacerle.
Mientras
el niño, curado y vendado, espera sentado en la camilla una instrucción de cualquier
tipo balanceando sus piernas, el doctor Benítez le pregunta a la enfermera
Beatriz cuándo piensa devolverle su disco de David Bowie, el de la carátula
turquesa, ya sabe ella cuál es, lo que no sabe es para que lo quiere si ni
siquiera puede escucharlo. El papá del niño siente la intromisión, pero le
gustaría saber si están hablando del vinilo Space Oddity, en cuyo caso estaría
dispuesto a pagar hasta 100 euros, que -recuerda- equivalen a más de 15.000
pesetas. La enfermera Beatriz mira al doctor, el doctor se encoge de hombros y
Lola entra por la puerta anunciando a Beatriz que ya puede marcharse a casa,
que ha dejado al niño con los abuelos y está lista para reemplazarla.
A
las 11:05, el papá y el niño se marchan a casa de Beatriz para cerrar el trato.
A
las 12:40, Beatriz tiene 10.000 pesetas en el bolsillo y, a pesar de que ha
prometido al doctor devolverle el dinero de la venta, piensa que bien puede
aprovechar para comprarse el neumático delantero izquierdo del coche, cuya
ausencia hace ya dos semanas que le impide ir a ver a su abuela, dos pueblos
más abajo.
El
vendedor de neumáticos, un señor que en realidad apenas vende nada ya y que
haría bien en jubilarse visto lo visto, que es que desde que abrieron el nuevo
centro comercial con su flamante taller mecánico el negocio se le hundió, ve
cómo por fin logra cerrar una venta con una agradable señorita a las 13:56,
cuatro minutos antes del cierre.
A
las 14:20, con ese dinero extra e inesperado en el bolsillo, el vendedor de
neumáticos se detiene en un vivero de mariscos a comprar dos hermosas cigalas
para darse un homenaje con su mujer, a quien diagnosticaron hace meses un cáncer
de ovarios.
A
las 15:05, la mujer recibe las cigalas frescas y a su marido con los brazos
abiertos, pero se da cuenta de que la única cacerola en la que caben semejantes
criaturas está ya vieja y rajada.
A las 15:20, la mujer toca el timbre de la vecina
para pedirle una cacerola enorme, la más grande que tenga. La vecina, encantada
de poder sacudirse un poco la culpabilidad que le atenaza de no visitar nunca a
la pobre mujer que sabe enferma pero, la verdad, tiene otras cosas que hacer,
le presta con una sonrisa la olla más grande que tiene.
A las 19:25, el marido de la vecina llega
escopetado de la calle con un conejo bajo el brazo, rebusca entre los cacharros
de la cocina y, cada vez más nervioso, pregunta a su mujer dónde está la
cacerola marrón. Al escuchar la explicación, se le aflojan las piernas: su
futuro inversor viene esa noche a cenar para probar su especialidad, el guiso
de conejo canario ¡que no cabe en ninguna de esas ollas! Su mujer le recuerda
amablemente que aún faltan 30 minutos para que cierre el nuevo centro
comercial, que coja el coche y compre la olla que le dé la gana, que ella desde
luego no piensa quitársela ahora a la pobre moribunda.
A las 19:40, el marido de la vecina arranca y
pisa el acelerador porque, como no convenza esa noche al inversor para que
suelte la pasta, tendrá que cerrar su negocio de camisetas turísticas y volver
a la playa a vender camarones.
También
a las 19:40, Ramiro Lozano, completamente ajeno a todos los acontecimientos ocurridos
desde que aquella mañana le diera la paliza a su mujer Alicia, abandona la casa
de su peluquero, cuya costumbre desde hace algún tiempo es la de tocarle algo
más que el cabello.
A las 19:50, el marido de la vecina coge la
curva del centro comercial a 30 km por hora más de lo permitido y, cuando ve a
Ramiro cruzando la calle, grita joder y frena, frena, ¡frena! Pero sucede que
ya no puede, no puede, no puede, ¡joder, que no puede!
A
las 21:45, el doctor Benítez, que está de guardia en el hospital, marca el
número que ha encontrado entre las pertenencias de Ramiro.
—Buenas
tardes. ¿Hablo con Alicia Rodríguez, esposa de Ramiro Lozano?
—¿Sí?
—Hola,
soy el doctor Benítez, le llamo del hospital comarcal. Su marido ha tenido un
accidente. Llegó con múltiples traumas en cabeza, tórax y pelvis. Estaba en
estado de shock y, a pesar de los esfuerzos, cayó en paro cardiocirculatorio.
—Ah…
—Verá…
Lo lamento muchísimo, señora: le hemos declarado fallecido a las 21:35.
—Ah.
—…
—…
—¿Señora?
Por favor, en cuanto pueda, necesitamos…
—Gracias.
Alicia
cuelga el teléfono y coge su móvil en un gesto rápido y preciso:
Buenas noches, Lola. Te escribo para
disculparme por lo de hoy. A partir de mañana, puedes traerme a Mario a la hora
que quieras, ya no tiene que ser después de las 9. Lo de hoy no volverá a
repetirse. Ha sido un error de cálculo. Por favor, cuenta conmigo.
Alicia permanece sentada con el móvil en la
mano, mirando fijamente la pantalla. El “Ok” llega varios minutos después, a
las 22:23. Alicia deja el aparato sobre la mesa y mira a su alrededor. Luego
corre hacia la ventana del salón, la abre de par en par y sube las persianas
hasta arriba. Esta misma operación la repite con la ventana de la cocina, de la
sala de estar, de las dos habitaciones, de la terraza. Ahora se quita la
camiseta y el sujetador, abre el grifo del lavabo y se moja los brazos, el
cuello y la cara. Una a una, va desbaratando las horquillas que sujetan su
moño, y unos rizos gruesos y rubios se derraman sobre el ojo semicerrado y la
nariz hinchada. Sin dejar de observarse en el espejo, desliza cuidadosamente
las manos sobre los hombros morenos, sobre los pechos redondos y, al llegar a
la cadera, se deshace de la falda y de las bragas.
Entonces,
Alicia arrastra una silla al centro del salón y allí, en medio de la corriente
de aire, se sienta, cierra los ojos y siente en la piel el viento tibio y
cargado de una hora imprecisa de una noche cualquiera de agosto.
Comentarios
Publicar un comentario