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2019 Premio Castellano: CAUSALIDADES

 

CAUSALIDADES

 

 Marta Rojas Fernández

 

 A las 8:50 de la mañana del 7 de agosto de 2002, nada hace presagiar aún a Ramiro Lozano lo que acontecerá 11 horas más tarde, muy a su pesar y en completo desconocimiento de las circunstancias desencadenantes, dos calles más abajo de donde vive su peluquero.

Ni siquiera el sol implacable que a esa hora ya calienta el metal de las farolas del pueblecito costero donde vive con Alicia, su mujer, a la que acaba de dejar en casa con la nariz sangrando y el ojo derecho morado porque, de nuevo, le ha sacado de sus casillas, y esta vez ha sido la gota que ha colmado el vaso. Tampoco hacen presagiar nada las tenaces moscas que Lola intenta espantar infructuosamente del cochecito del niño, mientras camina con pasos rápidos hacia la casa de la niñera, de quien en ese mismo instante recibe el siguiente mensaje:

Hola, Lola. Siento mucho avisarte con tan poco tiempo, pero es que he tenido un pequeño accidente en las escaleras y no me encuentro bien. No voy a poder cuidar hoy de Mario. Lo siento muchísimo. Alicia.

Lola se para en seco y, con una mueca de disgusto, marca el número de Beatriz, su colega enfermera, para avisarla de que no llegará a tiempo al puesto de guardia de la Cruz Roja, que tiene que llevar al niño a casa de los abuelos y que, por favor, la cubra ella, que mañana ya ajustarán cuentas.

La enfermera Beatriz deja su tostada intacta encima de la mesa y sale de casa malhumorada, precisamente hoy, miércoles 7 de agosto a las 8:55, cuando sabe que los miércoles está de guardia el doctor Benítez, o sea su exnovio, y que por eso ella los miércoles ni trabaja ni falta que le hace.

A las 9:10 de la mañana, el niño que nada en el mar vigilado desde la orilla por su papá siente un latigazo eléctrico en la pierna derecha y, al intentar deshacerse de la medusa con ambas manos, agrava considerablemente la situación. Cuando su papá lo saca del agua, largas líneas violeta recorren las extremidades superiores del niño, que llora tan fuerte que tiene que ser transportado al puesto de la Cruz Roja de la playa.

El doctor Benítez recibe al niño en el mismo instante en que la enfermera Beatriz, su ex, entra por la puerta, así que no le queda más remedio que morderse la lengua y apretar los labios para que no se le escapen las 50.000 preguntas que tantas ganas tiene de hacerle.

Mientras el niño, curado y vendado, espera sentado en la camilla una instrucción de cualquier tipo balanceando sus piernas, el doctor Benítez le pregunta a la enfermera Beatriz cuándo piensa devolverle su disco de David Bowie, el de la carátula turquesa, ya sabe ella cuál es, lo que no sabe es para que lo quiere si ni siquiera puede escucharlo. El papá del niño siente la intromisión, pero le gustaría saber si están hablando del vinilo Space Oddity, en cuyo caso estaría dispuesto a pagar hasta 100 euros, que -recuerda- equivalen a más de 15.000 pesetas. La enfermera Beatriz mira al doctor, el doctor se encoge de hombros y Lola entra por la puerta anunciando a Beatriz que ya puede marcharse a casa, que ha dejado al niño con los abuelos y está lista para reemplazarla.

A las 11:05, el papá y el niño se marchan a casa de Beatriz para cerrar el trato.

A las 12:40, Beatriz tiene 10.000 pesetas en el bolsillo y, a pesar de que ha prometido al doctor devolverle el dinero de la venta, piensa que bien puede aprovechar para comprarse el neumático delantero izquierdo del coche, cuya ausencia hace ya dos semanas que le impide ir a ver a su abuela, dos pueblos más abajo.

El vendedor de neumáticos, un señor que en realidad apenas vende nada ya y que haría bien en jubilarse visto lo visto, que es que desde que abrieron el nuevo centro comercial con su flamante taller mecánico el negocio se le hundió, ve cómo por fin logra cerrar una venta con una agradable señorita a las 13:56, cuatro minutos antes del cierre. 

A las 14:20, con ese dinero extra e inesperado en el bolsillo, el vendedor de neumáticos se detiene en un vivero de mariscos a comprar dos hermosas cigalas para darse un homenaje con su mujer, a quien diagnosticaron hace meses un cáncer de ovarios.

A las 15:05, la mujer recibe las cigalas frescas y a su marido con los brazos abiertos, pero se da cuenta de que la única cacerola en la que caben semejantes criaturas está ya vieja y rajada.

A las 15:20, la mujer toca el timbre de la vecina para pedirle una cacerola enorme, la más grande que tenga. La vecina, encantada de poder sacudirse un poco la culpabilidad que le atenaza de no visitar nunca a la pobre mujer que sabe enferma pero, la verdad, tiene otras cosas que hacer, le presta con una sonrisa la olla más grande que tiene.

A las 19:25, el marido de la vecina llega escopetado de la calle con un conejo bajo el brazo, rebusca entre los cacharros de la cocina y, cada vez más nervioso, pregunta a su mujer dónde está la cacerola marrón. Al escuchar la explicación, se le aflojan las piernas: su futuro inversor viene esa noche a cenar para probar su especialidad, el guiso de conejo canario ¡que no cabe en ninguna de esas ollas! Su mujer le recuerda amablemente que aún faltan 30 minutos para que cierre el nuevo centro comercial, que coja el coche y compre la olla que le dé la gana, que ella desde luego no piensa quitársela ahora a la pobre moribunda.

A las 19:40, el marido de la vecina arranca y pisa el acelerador porque, como no convenza esa noche al inversor para que suelte la pasta, tendrá que cerrar su negocio de camisetas turísticas y volver a la playa a vender camarones.

También a las 19:40, Ramiro Lozano, completamente ajeno a todos los acontecimientos ocurridos desde que aquella mañana le diera la paliza a su mujer Alicia, abandona la casa de su peluquero, cuya costumbre desde hace algún tiempo es la de tocarle algo más que el cabello.

A las 19:50, el marido de la vecina coge la curva del centro comercial a 30 km por hora más de lo permitido y, cuando ve a Ramiro cruzando la calle, grita joder y frena, frena, ¡frena! Pero sucede que ya no puede, no puede, no puede, ¡joder, que no puede!

A las 21:45, el doctor Benítez, que está de guardia en el hospital, marca el número que ha encontrado entre las pertenencias de Ramiro.

—Buenas tardes. ¿Hablo con Alicia Rodríguez, esposa de Ramiro Lozano?

—¿Sí?

—Hola, soy el doctor Benítez, le llamo del hospital comarcal. Su marido ha tenido un accidente. Llegó con múltiples traumas en cabeza, tórax y pelvis. Estaba en estado de shock y, a pesar de los esfuerzos, cayó en paro cardiocirculatorio.

—Ah…

—Verá… Lo lamento muchísimo, señora: le hemos declarado fallecido a las 21:35.

—Ah.

—…

—…

—¿Señora? Por favor, en cuanto pueda, necesitamos…

—Gracias.

Alicia cuelga el teléfono y coge su móvil en un gesto rápido y preciso:

 

Buenas noches, Lola. Te escribo para disculparme por lo de hoy. A partir de mañana, puedes traerme a Mario a la hora que quieras, ya no tiene que ser después de las 9. Lo de hoy no volverá a repetirse. Ha sido un error de cálculo. Por favor, cuenta conmigo.

 

Alicia permanece sentada con el móvil en la mano, mirando fijamente la pantalla. El “Ok” llega varios minutos después, a las 22:23. Alicia deja el aparato sobre la mesa y mira a su alrededor. Luego corre hacia la ventana del salón, la abre de par en par y sube las persianas hasta arriba. Esta misma operación la repite con la ventana de la cocina, de la sala de estar, de las dos habitaciones, de la terraza. Ahora se quita la camiseta y el sujetador, abre el grifo del lavabo y se moja los brazos, el cuello y la cara. Una a una, va desbaratando las horquillas que sujetan su moño, y unos rizos gruesos y rubios se derraman sobre el ojo semicerrado y la nariz hinchada. Sin dejar de observarse en el espejo, desliza cuidadosamente las manos sobre los hombros morenos, sobre los pechos redondos y, al llegar a la cadera, se deshace de la falda y de las bragas.

Entonces, Alicia arrastra una silla al centro del salón y allí, en medio de la corriente de aire, se sienta, cierra los ojos y siente en la piel el viento tibio y cargado de una hora imprecisa de una noche cualquiera de agosto.

 

 

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