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2018 Premio Castellano: PRECARIA MARTÍNEZ

PRECARIA MARTÍNEZ

Autora: Pepa Montengro

Sí, yo fui una de esas, educada para tener una vida fácil. La primera de la familia que iba a la universidad, la primera que tenía posibilidades, que recibía el apoyo económico para estudiar hasta los treinta, título, máster y prácticas prestigiosas pero no pagas. Me lo dieron todo y, en su lógica, tenía que conseguirlo todo. Crecí sobreprotegida porque me esperaba un futuro de éxito asegurado. Hice lo que me dijeron: estudiar y ser una buena chica, aguantar la precariedad inicial porque así son siempre los comienzos. Mi talento iba a ser descubierto por alguna gran empresa que me ofreciera la seguridad del funcionariado pero también la innovación y el dinamismo de los emprendimientos privados.  Ese era el plan. 

Sacaba buenas notas, conseguía becas, sabía agachar la cabeza. Fui la favorita de algunos profesores. Era amable y nunca me quejaba. Sí, yo fui una de esas. De las que pasó su infancia con Disney y esas pamplinas que me hicieron creer que el mundo era una cosa que no es. Dirigieron mi mirada y ya no se detenía en el poblado de chabolas que se extendía unas calles más allá, ni en las jeringuillas de los yonquis que se mezclaban en la arena del parque, ni los agujeros de los calcetines de mis compañeritos de clase, ni en las protestas de los astilleros… Convivía con ello como si un velo de ensueño lo recubriera: el futuro prometedor, el final feliz, el amor de mi vida. Así eran las historias que veía por la tele. 

Mi padre trabajaba en la fábrica de coches. Veinte años de lealtad y esfuerzo  le valieron el puesto de encargado de planta, el cual le proporcionaba un salario más que digno entre primas y antigüedad. Era un hombre regio que creía en la honestidad del trabajo duro. Creía que cada uno se labraba su camino y que todo se conseguía con esfuerzo. Mi madre trabajaba media jornada en el restaurante de mi tía Concha, se encargaba de la casa y de cuidar a mi abuela por las tardes.

Yo lo creí. Creí en ese mundo donde el esfuerzo tiene su justa recompensa y sólo hay que sembrar y esperar. Que si hacía lo que me decían, me iría bien. La televisión no hizo más que reforzar esa ilusión pintándola, además, de color de rosa: la vida no ofrecía problemas salvo los dramas amorosos que se vivían con una intensidad desgarradora.

Mis padres creyeron que en la nueva España de prosperidad económica nosotros no íbamos a tener los sinsabores de la vida que ellos habían tenido. Educaron jóvenes modernos que iban a medrar aún más con todas las oportunidades que se le brindaban y con la buena predisposición trabajadora que se encargaron de inculcarnos.

En mi casa no se hablaba de política, ni de sindicatos, ni del poblado gitano unas calles más allá, ni de sanidad o educación pública.  El último año de secundaria lo hicimos en el Sagrado Corazón porque el instituto cada año estaba peor y era importante que fuéramos bien preparados al examen de selectividad. Como mis padres podían costear la matrícula de las monjas, no se hicieron mayor problema, el instituto en proceso de desmantelamiento pasó al olvido. En mi casa sólo se hablaba de los parientes, del fútbol o de los chatos de vino con los amigos. España iba bien.

En el mueble del salón había un estante dedicado a las fotos de la comunión de todos los primos. Con halos celestiales rodeando nuestras cabezas, el rosario entre las manos y trajes carísimos que nos hacían parecer personas mayores en miniatura. La religiosidad de nuestra familia estaba enmarcada porque más allá de las ocasiones especiales nadie iba a misa. En el centro estaba la televisión, elemento que fue evolucionando a través de los años desde la antigua Telefunken con sólo dos canales a la actual pantalla plana con dolby surround. El resto de la decoración seguía más o menos igual: estampados, cortinas, figuritas. Todo impoluto porque mi madre limpiaba la casa a fondo todos los días. 

 Nos lo dieron todo. Eso nos repetían a diario porque ellos se habían puesto a trabajar con trece años y no tuvieron más posibilidad que esa. A nosotros nos veían estudiar, hacer deporte, viajar, salir con los amigos, comprar ropas bonitas y hablar con teléfonos móviles. 

“Son otros tiempos” le decían al abuelo cuando farfullaba enfadado desde la cabecera de la mesa, hundido en su silla, mirando con espanto cómo protestábamos por la comida o nos encaprichábamos por un juguete. El abuelo vivía anclado en el pasado o eso decían todos. No prestábamos mucha atención a sus cantinelas, le colocábamos sombreritos de papel, serpentinas y globos de colores. En su fragilidad no oponía resistencia, se dejaba. Los adultos creían que le venía bien rodearse de los nietos. De alguna manera aprendí a percibir la mueca de espanto de mi abuelo como un chiste cariñoso. Sólo años después comprendí que su asqueo era real y justificado. 

No empecé a entender el pasado de nuestro país hasta bien crecida. Ni en primaria ni en secundaria pasamos de 1920 en historia de España. En aquel momento no le di importancia al igual que no daba importancia a que no acabáramos el temario de Literatura o Biología. Era lo normal. No sentía que me estaba perdiendo ningún hecho de trascendencia en el último siglo en comparación con el glorioso Imperio Español de los Reyes Católicos. Creía que mientras Europa sangraba en las guerras mundiales, aquí, simplemente, teníamos una vida pobre, campesina y aburrida con Franco. A ese ni se mentaba. A mi abuelo le cerraban la boca cuando hablaba de su juventud “No piense en esas cosa, papá, eso fue hace mucho tiempo y ahora estamos todos bien, disfrute de sus nietos.” Le recuerdo entrar en cólera un par de ocasiones, en cenas de navidad supongo, cuando era niña. Con los años su estado se debilitó y dio la batalla por perdida.

Nos lo dieron todo. No teníamos más trabajo que estudiar ni más preocupación que los estudios. No podíamos fallar, no teníamos excusa. Yo cumplía a rajatabla y así ganaba mi libertad. Me cogí alguna que otra borrachera con mis amigas y me eché un novio cuatro años mayor que yo. Perdí la virginidad en su coche. Un San Valentín. A mis dieciséis años. A mí me gustaba Diego, era un Hombre. Mucho más maduro que los chavales de mi instituto. Me trataba bien, me acompañaba a casa, me hablaba de su trabajo en la fábrica… Yo me sentía la adulta que no era a su lado. “Relájate…” me susurró aquella noche, mientras me besaba el cuello y cubría mis tetas con sus manos. 

Su familia conocía a mi familia. Estaban entusiasmados con nuestro noviazgo que prometía ser duradero. Nuestras madres fantaseaban con malcriar juntas a los futuros nietos. Mis amigos le tenían un respeto que rallaba el temor. Él les trataba como si fueran sus hermanos menores. Mis amigas pensaban que era la clase de tío que ellas quisieran: varonil, maduro y muy protector. Obviamente yo no tenía ninguna queja de Diego, era imposible tenerla. La relación se iba construyendo sola, yo apenas asentía.

En el viaje familiar de verano, durante dos semanas, no reparábamos en gastos, vivíamos como marajás. Esa sensación de despreocupación y derroche ilimitado eran nuestras vacaciones. Cenábamos en restaurantes todas las noches, nos concedíamos caprichos en los puestos callejeros, alquilábamos barcas, bicis, paseos en carruaje, lanzábamos monedas a quienes amenizaban el paseo marítimo con sus cantos… Barcelona, Mallorca, Benidorm… Incluso cruzamos fronteras: Marsella, Lisboa, París… Visitábamos tanto museos como playas, parques botánicos y también hacíamos turismo gastronómico hasta reventar, embriagados en ese juego de reyes y sirvientes que es el turismo, bajo la ilusión del interés cultural o el ímpetu viajero. 

En casi todos los casos era sólo un juego porque la mayoría de los reyes en esas dos semanas éramos sirvientes el resto del año. Y esa fugaz ensoñación generaba un álbum completo de fotos al año que se iban apilando en el mueble del salón. Los Martínez por el mundo: en el museo Picasso, en una exposición de máquinas de tortura, bajo la escultura de Pío XII, abrazados a un sauce milenario, montados en un pony, apoyados en el cañón de un castillo, con un mojito en tumbonas de la playa…

Fui a la universidad a los dieciocho años. El mismo día que puse un pie en Salamanca, las Torres Gemelas caían derribadas. Lo vi en el cuarto de la televisión de la residencia. Casi cabía la imagen en mi mano. Recuerdo el choque, el fuego y los gritos proyectados una y otra vez, en distintos canales, desde distintas perspectivas, con diferentes periodistas, en bucle. Recuerdo la sensación de irrealidad, como si fuera una película. 

Diego venía a visitarme los fines de semana, me seguía llamando “su niña”. Se hizo amigo de mis nuevos amigos, compadreó con el conserje, me acompañó a la facultad, a clases de inglés, al bar de al lado. Hablábamos por las noches una hora al teléfono, religiosamente, a las 22.30 en punto. Yo era la chica que estaba sólo a veces porque tenía un novio mayor. Eso me daba un aura de madurez, de independencia y me convertía en intocable para el resto de los hombres. 

Cuando iba a casa trabajaba en el restaurante de mi tía Concha. Especialmente los sábados que tenían cenas de grupos y el cierre se alargaba hasta las dos de la mañana. Me daban diez mil pesetas en mano (y en negro) cada vez que iba, luego, setenta euros, aunque no sé por qué con el cambio de moneda yo me sentí más pobre. 

Fui una alumna ejemplar de Comunicación Audiovisual, una carrera nueva y moderna que me permitiría trabajar en la televisión. Era puntual, me sentaba en primera fila, atendía cada palabra,  nunca daba motivo a queja, aunque en el fondo de mi alma intuía que lo que estábamos haciendo tenía poco valor. El temario era superficial, los profesores ni siquiera conocían el plan de estudios, mis compañeros aprobaban leyendo unos días antes, los trabajos que se entregaban apenas eran revisados por encima... A pesar de la frivolidad del sistema yo remaba, remaba y remaba, siendo consciente del orgullo que suponía para la familia estar en la universidad. 

Recuerdo que un semestre participé en un programa de radio sobre actualidad política. Era un centro de activistas. Estaban indignados. No sin razón en aquella época presencié la mayor manifestación que vi en mi vida: un país clamando al unísono “no a la guerra”. Debatían con tanta seguridad y vehemencia sobre el complot petrolero para invadir Iraq, la manipulación mediática y el control de los bancos que francamente no sabía de dónde sacaban toda esa información que probaba sus teorías. Me sentí tan abrumada por la imagen del mundo que presentaban, tan terrible y tan cruel, que miré para otro lado. Lo dejé por clases de danza africana. 

Dos años más tarde cuando mi hermano pequeño también se fue de casa, mis padres tuvieron una crisis matrimonial. Un día encontré a mi madre llorando escondida en el almacén del restaurante de mi tía. Nunca la había visto así, derrumbada y vulnerable. Sólo en esa ocasión pude entablar con ella una conversación sincera que no estuviera impregnada de su enérgico tirar para delante sea como fuere. Por primera vez la vi sin fuerzas a esa mujer robusta que yo creía invencible. Entre sollozos repetía una y otra vez “además de mula, apaleada...”  ¿Y por qué no te vas? le pregunté. No podía, no conocía otra cosa, no conocía otro hombre y su jubilación iba a depender de él porque ella había cotizado poco…

Mi hermano también se vino a Salamanca, sin embargo su experiencia fue bien distinta. Alquiló un piso con varios amigos y mi madre se encargaba de llevarle tuppers de comida para toda la semana, además de lavarle y plancharle la ropa los sábados y hacerle una limpieza general cada mes. “Es que el pobre está estudiando una carrera muy difícil y necesita concentrarse en sus estudios”. O ella necesitaba concentrarse en él, quién sabe.

Un día me dejé caer en un taller feminista, con cierto miedo he de confesar. Para empezar nos pidieron a todas que compartiéramos con el grupo alguna experiencia discriminatoria que hubiéramos tenido o visto recientemente. Yo dije que no tenía ninguna, que siempre me habían tratado con igualdad. Se hizo el silencio y todas me miraron patidifusas. “Bueno, vamos a hablar de muchas situaciones en este taller, quizás reconozcas alguna”, me dijo una.

Alguna reconocí, de soslayo, pero no me identificaba con el enfado y la crítica tan contundente que estaban haciendo. Volví a sentir que presentaban una realidad horrible de discriminación, violencia y cosificación que no se correspondía con la imagen del mundo que yo tenía. Me sentí incómoda. Aproveché una llamada que recibí en el móvil para salir de allí y no volver nunca.

Llegó el día en que un profesor me ofreció colaborar en un proyecto de investigación sobre la historia de la propaganda. Fui el orgullo de mis padres: ¡un profesor universitario me había seleccionado particularmente a mí para investigar! Tenía futuro académico, ya me veían dando clase algún día. “Seguro que te ayuda”, me decían. “Si te esfuerzas y muestras todo lo que vales seguro que luego te contrata”. Yo no sabía cómo decirles que éramos seis alumnos “los elegidos” y que nos dedicábamos cuatro horas al día a ojear centenares de revistas del archivo, contabilizando y clasificando cinco anuncios por minuto en un cuartucho polvoriento y apilado de cajas. Cumplí el tiempo de mi beca, clasifiqué un total de 63.544 anuncios y, cuando nos despedimos, el profesor no recordaba mi nombre.

Poco después me licencié. Obtuve mi título firmado nada más y nada menos que por el mismísimo Rey de España. Bueno, la imagen de su firma, claro. Toda mi familia vino a ver cómo recibía el majestuoso pergamino. Ahora empezaba mi vida de verdad, mi vida profesional y adulta, una carrera con la que poder sentirme realizada, aprender, crecer y aportar. Podría sentar cabeza, tener una casa, hijos, ser lo que había imaginado, ser algo más... 

...pero la realidad se impuso nuevamente. Por cada currículum que enviaba de camarera, enviaba cien de comunicadora audiovisual y pocas veces pasé de servir copas, vender suscripciones de ONGs o recibir visitantes en la feria del automóvil. Comprendido: el título no era suficiente, se necesitaba, además, experiencia.

Hice prácticas en un par de medios. Sobre todo para cubrir vacaciones, bajas por maternidad, por depresión, por alcoholismo… A veces cobraba en negro, a veces como falsa autónoma, a veces con un contrato de formación. De cualquiera de las maneras no me pagaban más de trescientos euros por una jornada completa, obligándome a buscar currillos de fin de semana para llegar a fin de mes. 

En teoría era una etapa, la de aprendiz, necesaria para forjar un currículum “de lo mío” que me permitiera acceder después a trabajos profesionales. Eso se repetía mucho por aquel entonces, trabajar “de lo tuyo” era mejor que trabajar “de cualquier cosa”,  porque daba sentido a los estudios realizados y porque proyectaba a futuro, una vez más, un velo de ensueño prometedor. Dos años pasé en esa etapa y la zanahoria que perseguía estaba siempre a la misma distancia. 

Harta de trabajar “de lo mío” por debajo del mísero salario mínimo español, mi familia empezó a ayudarme con los contactos que tenían sobre cualquier posible trabajo no profesional pero sujeto al menos a algún convenio laboral. Mi tío Julio me pasó el email de la coordinadora de equipo (y amiga suya) en un call center. Empezamos ocho personas para un periodo de prueba de un mes. Nos dieron una formación de varios días para conocer los distintos protocolos y respuestas. El trabajo no parecía complicado, no entendía por qué el ambiente tenía ese estrés constante. Luego lo entendí. Productividad. Para mi sorpresa (y mi humillación) no me renovaron el contrato al mes. No pasé el período de prueba. Mis conversaciones duraban 27 segundos más que la media que se traducía en 6,3 llamadas atendidas menos al día y 28,5 menos a la semana. Lo sentía mucho por su amistad con Julio que le conocía de toda la vida y por mí, que parecía buena chica, pero no podía justificar esas desviaciones.

¿Ni siquiera en un call center? Llegados a este punto, cuando la España que iba bien no tenía hueco para mí, cuando me di cuenta que todo era una mentira y dejé de creer, cuando entendí que mi título no serviría para nada, ni mi esfuerzo, ni mi constancia, que el mercado de trabajo era eso y que no había nada más allá del velo prometedor, justo en ese momento en que pensé que había tocado fondo y nada podía ir peor, estalló la crisis.

En seis meses vi cómo una de cada cuatro personas que conocía se quedaba sin trabajo, incluido mi padre, leal trabajador por más de treinta años, al que prejubilaron con un ERE de mala manera.

Vi locales cerrar a diario, vecinos asfixiados con la hipoteca de sus casas, gente desesperada. Escuchaba la palabra crisis doscientas veces cada día en televisión, radio, en la barra del bar, en el autobús, en la calle, en todas partes. 

El mundo parecía comprimirse a una velocidad pasmosa mientras yo me quedaba fuera. No contrataban a gente en ninguna empresa, los salarios habían bajado, en las oposiciones las plazas convocadas se habían reducido al mínimo, las becas se reducían al mismo ritmo que las solicitudes aumentaban exponencialmente. Éramos muchos, demasiados, intentando colarnos por alguna fisura del sistema. 

Sí, yo soy Precaria Martínez, al igual que tú y que muchas. Cuando estalló la burbuja económica estalló también mi sistema de creencias, mi percepción del mundo y de mí misma. Me sentía única hasta que me vi excluida junto a miles iguales que yo. Me sentía privilegiada hasta que entendí que en realidad yo no tenía nada. Me sentía incondicionalmente optimista hasta que descubrí que las cosas siempre pueden ir a peor.  La vida ligeramente acomodada de mis padres yo no la iba a tener, sin acceso al trabajo y sin acceso a una vivienda. Y no, no es algo temporal, va para largo. No soy un caso dramático, soy un caso desdibujado, a medias. Una espera indefinida a que las cosas mejoren. Una pre-madurez que no acaba de cuajar. Una víctima de estafa: el deseo aspiracional, el progreso indefinido, el esfuerzo recompensado… pero hasta aquí. 

Recordé la frase de mi madre: “además de mula, apaleada...” y desde lo más profundo de mis entrañas surgió un enérgico “NO”. La estafa termina aquí, me planto. En este punto me libero. En mi cabeza mando yo. No permitiré que me llamen ni-ni. No compro la culpabilidad ni el sentimiento de fracaso. No. Me reconozco Precaria ante el mundo: camarera con título universitario, hija de obreros, nieta de campesinos, bisnieta de vasallos. Esa es mi estirpe y mi lugar en el mundo. No hay escapatoria ni atajos individuales, sólo la fraternal lucha compartida con tus iguales, del mismo modo que no puedes trasplantar una brizna de hierba sino el manto verde completo.


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