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2017 Premio Castellano: INGRÁVIDO

 

INGRÁVIDO

Autora: Lourdes Aso Torralba

 

 Jager Minflort no podía estar en mil sitios a la vez. Ocurrió como una explosión en la que no podía más que abrir los ojos para observar sin poder anotar tantas cosas de golpe. Lo cierto era que llevaba años estudiando la replicación celular en busca del elixir para la eterna juventud y, mirando por la lente del microscopio no daba crédito a lo que había alojado sobre el cristal, que a mil aumentos aún le resultaba un milagro. Corrió hacia la computadora para guardar la imagen, no fuera cosa que se desintegrara antes de tomar las notas pertinentes. Accionó el botón y pegó un grito. Un tipo exactamente igual a él pero infinitos años más joven acababa de tocarle el hombro para llamar su atención.

-Vamos Jager, no te asustes. No voy a hacerte daño.

A punto estuvo de darle un empujón y despacharlo con cajas destempladas. No podía ser más inoportuno. ¿Cómo se le ocurría entrar sin pedir permiso? ¿Y con esas pintas? Lo que menos necesitaba era una distracción, con la de trabajo que tenía por hacer. Si estaba en lo cierto, estaba a un paso de encontrar una solución para la humanidad y a ese niñato no se le ocurría más que entretener. Estaba pensando en que aquello era una falta de educación en toda regla cuando notó nuevamente un golpecito en el hombro, esta vez el contrario. Esta vez derramó por el suelo el caldo de cultivo que llevaba en una probeta para agitar en el vibrador. Se quedó a mitad de camino, con los ojos puestos en Jager más viejo que Matusalén.

-Vamos Jager, no hace falta tanta prisa. Lo que no descubras hoy, ya lo harás mañana. Deberías descansar alguna vez.

Jager Minflort giró en redondo la cabeza. Le daba vueltas sobre su eje a más de doscientos kilómetros por hora pues era la única forma que tenía para aumentar la velocidad del pensamiento. Hacía ya varios años que John Peglitu había determinado que el cerebro necesitaba suficiente energía cinética para que las neuronas se conectaran perfectamente. No tardó un día en completar cada rotación completa, no se hizo el día y la noche y tampoco sufrió mareo alguno. Mucho menos achacó aquello a una disminución de los niveles de glucosa, ni a procesos alucinatorios. En su laboratorio había dos intrusos, uno demasiado joven e inexperto y otro tan torpemente mayor que lo más urgente era mantenerlos quietos antes de que rompieran nada más. Ya suponía notable contratiempo ver el caldo de cultivo deslizándose por las baldosas como para que ninguno de los dos añadieran más rotos al descosido.

Jager, Jager, Jager  -murmuró como para sí mismo.

Demasiados Jager en un espacio tan diminuto no podían traer nada bueno.

Durante un instante sí paró su mundo. Se quedó quieto, pensando. Su secuencia lógica de razonamiento se detuvo en el segundo que su dedo índice había presionado la tecla del ordenador, dándole la orden de disparar la fotografía y guardarla en el disco duro, en los archivos secuenciales diseminados por los distintos espacios interpixelares. Recordó que estaba a punto de descubrir como dejar de envejecer, como volver a la eterna juventud, como curar toda suerte de enfermedades de la humanidad, como olvidarse de los virus y las bacterias, de la amenaza del ántrax, de las guerras químicas, del fin del mundo, del principio de le eternidad... Se quedó sin aire. Excesivas cosas a la vez.

Sobre una de las poyatas del laboratorio empezó a vibrar un móvil sacándolo de ese estado de sobreexcitación.

-Deberías contestar –le dijeron a la vez el Jager joven y el anciano. Antes de que tiren abajo esa puerta pensando que aquí dentro está sucediendo algo interesante.

Jager Minflort se llevó el móvil a la oreja. Parecía escuchar. Simplemente dijo.

-Todo en orden. Me había dormido. Todo en orden. Sin novedad. Todo en orden. Sí. Todo en orden.

Y colgó. Su orden, desde luego no era correcto porque notaba la sangre en los talones, la cabeza hueca, la nausea en la boca del estómago y la rabia a flor de piel. El día más importante de su vida, el que tanto había esperado y tenía que compartir méritos con esos dos mentecatos.

-Vaya, has mentido. Por una vez en tu vida, has mentido.

Y reían tan estrepitosamente que los botes de cristal sonaban entrechocándose en las gradillas, mezclando más de la cuenta las suspensiones contenidas en su interior y amenazando con mandar a la porra todo el experimento que estaba a punto de concluir.

-Callaros los dos de una vez –les gritó ochenta tonos de voz por encima de la suya.

Tenía que dejar claro su enfado. Y su autoridad.

-Si no queréis que os mate ya mismo, ya podéis ir desembuchando. ¿De dónde habéis salido? ¿Qué queréis de mi? ¿Qué extraña broma es esta?

-Oh, la , la –dijeron cantando los dos Jager a la vez. Demasiadas preguntas de golpe.

Señalaban la pantalla intermitente como si Jager Minflort fuera medio idiota. Éste, con toda la precaución del mundo, deslizó un milímetro exacto el ratón para volver a mirar y allí había otros cientos de miles de millones de Jager Minflort de todas las edades.

-Elegiste dos instantes, a nosotros, pero ya ves que te aguardan otros tantos tú en el espacio temporal que desees. Sólo tienes que darle al botón y, como Aladino y su maravillosa lámpara mágica, vendremos a cumplir tus demandas.

Jager Minflort repasó cuidadosamente la tesis sobre la que estaba trabajando. Células madre con capacidad de dividirse a través de la mitosis y diferenciarse en diversos tipos de células, además de auto renovarse para producir más células madre, actuando en la regeneración y reparación de los tejidos del organismo. No le pareció grave sino cojonudo, el mayor descubrimiento del siglo.

El científico recordó a su esposa Margaritte. Si no hubiera sido por ella no se habría dejado las pestañas delante del microscopio. Tenía una belleza exultante. Había sido la alegría de su vida, la razón de su existencia, la compañera y guardiana de sus pensamientos. Cuando la enfermedad se ensañó con sus carnes a Jager Minflort le faltaban fuerzas para recoger los pedazos y cuando el esqueleto se fue quebrando en montoncitos de serrín, enloqueció de dolor. Solo el encierro rodeado de lentes de aumento, de experimentos con los que tentó a Dios creyéndose más listo, pareció amortiguar su pena. Y justo cuando estaba a punto de ser efectivamente mejor que Dios, éste le mandaba a través de las puertas del tiempo imágenes de su deterioro, de su infancia olvidada, de su omnipresencia.

-Tienes razón, Jager –le dijo el abuelo. Puedes hacer lo que quieras pero Dios siempre te estará vigilando. Jamás podrás vencerle.

-¿Y a ti que te importa?

-Mucho. Soy tú. Serás así dentro de unos años. Te conviene enmendarte.

A Jager Minflort le preocupaba enormemente una cosa. Rodaba por su cabeza. La abrasaba las carnes.

-¿Te duele algo? –soltó por fin.

-Ja, ja. Vaya pregunta. Tengo doscientos ochenta y siete años. ¿Es posible que unos huesos de esa edad tengan una calcificación correcta, que no estén carcomidos por la artrosis, que no parezcan oxidados por las mañanas?

El Jager joven estaba moviendo los dedos sobre su móvil, husmeando en su intimidad descaradamente, a lo suyo, tan a su bola como todos los adolescentes de la generación digital. Sus dedos parecían pensar con vida propia.

-Y tú –le increpó, ¿Se puede saber qué pintas en este entierro?

-Quería avisarte de la imprudencia. No es de recibo ir dando botes de una edad a otra según se te antoje a ti. Cada cosa a su hora. ¿No te parece?

-No sé a qué te refieres. Yo no me he metido contigo.

-No me rayes.

-No me rayes tú.

-Déjame en paz.

-Pues lárgate de una vez.

-Muy bien, así lo arregláis todo ahora. Sin hablar. Sin escuchar.

El Jager viejecito se tapaba los oídos.

-Dejar de gritaros de una vez. Me vais a romper los tímpanos.

El Jager joven pasaba las pantallas del móvil como si estuviera buscando información.

-Ya está –dijo. Lo pone aquí. Hasta dentro de veinticuatro años no se podrán aplicar los remedios milagrosos del Doctor Jager Minflort en los humanos. La Sociedad Científica Internacional con sede en Massachusetts ha determinado que aunque en principio, el descubrimiento parece muy revolucionario, la replicación celular podría degenerar en patologías desconocidas y por tanto, no se puede concluir que la enfermedad haya desaparecido del planeta.

El artículo proseguía detallando las plagas como la peste bubónica, la rabia, el cólera, la fiebre amarilla, la tuberculosis, el cáncer, el sida y la última enfermedad llamada síndrome del muerte viviente o síndrome de Cotard.

Jager Minflort pensó en los síntomas. Un desorden mental hipocondríaco tras el cuál uno creía estar muerto física y literalmente, con sus órganos en estado de putrefacción (como le había pasado a Margaritte) y que aunque se mirara al espejo, no lograría reconocer su rostro y vagaría por el mundo como si fuera un zombie.

-¿No te acuerdas? –le dijo el Jager joven. Fue en 1.880 cuando Jules Cotard, un neurólogo francés habló en París de un paciente que estaba convencido de que no moriría nunca. Eras tú. Y ya ves –dijo señalando a Matusalén. ¿Aún estás seguro que lo que tienes allí en el microscopio es mejor que esto?

Jager Minflort tuvo un momento de lucidez. O de relax. Se echó a reír a carcajadas como si aquello fuera lo más divertido del mundo. Y sin hacer caso a los dos Jager que se turnaban por darle golpecitos en los hombros, volvió a mirar la reacción de amplificación multiplex por PCR del exon del locus analizado mediante hibridación reversa con sondas especificas de secuencia con las que había detectado alelos relevantes con una resolución de ocho dígitos.

-Te propongo un trato –le dijo el viejecito.

Jager Minflort escuchó. No tenía nada que perder.

-Te contaré lo que va a ocurrirte en los próximos años. Todo el mundo se muere de ganas por saber lo que le deparará el futuro y tú tienes la posibilidad de saberlo, de anticiparte a él, de cambiarlo si quieres.

-¿Cambiarlo? ¿Desde cuando se puede cambiar el destino?

-Tú serás el primero. Sabrás lo que va a pasarte y podrás evitarlo antes de que ocurra. Elegirás ser feliz. 

A mil aumentos todo le parecía un extraño truco de magia. Cuanto más se aplicaba en buscar pequeños indicios en la preparación, más milagroso le parecía que algo tan infinitamente diminuto se dignara a colarse por sus retinas. Y algo tan exponencialmente elevado a la enésima potencia se prolongaría como un sencillo  algoritmo en un ciclo while que se realizaría tantas veces como lo indicara el exponente hasta hacerla un poco más eficiente.

Jager Minflort trató de aunar los dos yo en uno, saber cual fue primero, si de verdad habían salido de dentro del ordenador.

-Serás idiota. Me tienes delante de tus narices y te niegas a creer.

Y Jager Minflort hizo lo que jamás debía haber hecho, golpear con mucha rabia el lado izquierdo del ratón que controlaba la computadora. Creó tantos Jager Minflort que apenas tenían espacio en el reducido espacio del laboratorio. Se apilaban unos sobre otros y aunque Jager Minflort intentaba clasificarlos bajo algún criterio, todos se movían a la vez. De repente se le hizo la luz en su cerebro. Apartó a empujón limpio a sus millones de reproducciones y llegó hasta la garrafa donde guardaba el oleum dulci vitrioli que normalmente usaba como disolvente de grasas y para desprender las garrapatas de la piel. Vertió todo el contenido y poco a poco fueron desmayándose anestesiados esos muchos yo que habían invadido la habitación, incluso los dos primeros que parecían asflixiados por la avalancha, pisoteados y con falta evidente de aire en los pulmones.

Jager Minflort se había tapado la nariz y tuvo que romper los cristales para poder salir del espacio contaminado por el éter antes de perder el conocimiento.

Con el estrépito (el director no escatimaría al ponerle la sanción más ejemplar) los trabajadores de los demás Departamentos se acercaron a mirar. Jager Minflort levantaba y bajaba los hombros. Explicar de donde habían salido todos esos  miles de millones de Jager Minflort en diversas fases de la vida amontonados unos sobre otros escapaba a toda suerte de lógica. Él era un científico que estudiaba simplemente la regeneración celular. O la replicación humana. Era el agente número cuatrocientos mil trescientos veintiséis jota.

Las saetas de su reloj se habían parado eternamente a las diez horas, ocho minutos y veintiséis segundos, el instante en que Margaritte había dejado este mundo para siempre. Se había olvidado del niño, de ese niño insoportable que no paraba de llorar.

El jefe apareció por el pasillo.

-Jager, debería irse a descansar.

En esa parte del recinto siempre sonaba música clásica de fondo, para amansar a las fieras. Weightless (Ingrávido), compuesta por el trío Marconi Union logró bajarle la frecuencia cardiaca, los niveles de cortisol y disminuyó la descarga de adrenalina. También cesó toda actividad cerebral por lo que logró relatar con cierta cordura algún retazo anterior a la replicación de su persona, aunque nadie creyó que lo que contenían los matraces, las probetas y los caldos de incubación y que quizá se había grabado en el disco duro de la computadora habrían podido cambiar el mundo. 

El chasquido de un mechero para enceder un cigarrillo detonó por los aires todo el trabajo de Jager Minflort que desde entonces se pasaba las horas delante de un espejo, estudiando cada arruga y el envejecimiento de sus células.

Dejar de ser el agente número cuatrocientos mil trescientos veintiséis jota y convertirse en un cero a la izquierda, candidato perfecto a actuar de cobaya en los ensayos clínicos (a no ser que prefiriese los viajes intergalácticos, abdución incluida) no auguraba nada bueno.

La cabeza volvió a girarle ciento ochenta grados. Le ocurría cada vez que necesitaba concentración extrema. Miró hacia la computadora en busca de su aprobación. Si uno no podía con su enemigo, lo mejor era unirse a él. Antes de que nadie pudiera detenerle saltó dentro de los circuitos y se dejó llevar. Al principio la oscuridad le asustó un poco. Después se asomó de puntillas para ver qué había al otro lado. Vio millones de galaxias que se sucedían a la velocidad de la luz y pensó que cualquiera de ellas estaría bien. En su estado (incapaz de morirse del todo) no percibía los cambios de temperatura por lo que el frío no le molestaba y el calor no quemaba sus carnes. Si debía pasarse la eternidad en ese limbo desconocido, ser un zombie le venía pero que muy bien. Sus carnes putrefactas causaban tanto terror que nadie osaría molestarlo. Todos los días visitaba a Margaritte y estaba seguro de que los vecinos de tumba eran discretísimos.

De cuando en cuando regresaba a su laboratorio para asegurarse de que nadie recuperaba sus notas. Las borró treinta y cinco mil veces seguidas hasta que sintió algo similar a la satisfacción. A fin de cuentas su Jager Matusalén había cumplido parte de su trato porque le había enseñado el destino y permitido burlarse de él en sus narices.

Desde luego lo que no podía hacer era descansar. No mientras las personas investigaran como convertirse en dioses pues si él había estado tan cerca de hacer un descubrimiento tan revolucionario, era cuestión de tiempo que otro llegara a la misma conclusión. Jager Minflort se juró no permitirlo porque entonces desaparecería la  integridad. Su Jager joven parpadeó un instante interestelar y se desintegró en partículas diminutas. Su Jager Matusalén le recordó que mañana todavía estaba por llegar. La computadora que había estado al tanto del pensamiento deductivo se reprogramó sola para secuenciar erróneamente el elixir de la eternidad.

Veinticinco años después, ochenta y siete años más tarde de aquellos sucesos, la prensa seguía reflejando que la replicación celular estudiada por el científico Jager Minflort contenía suficientes erratas en el proceso de actuación más que silente y por tanto, estaban llegando a una conclusión espantosa: el planeta estaba a punto de morir para siempre.

Computadora y Jager se golpearon en los hombros, los subían y bajaban, giraban sus cabezas ciento ochenta grados y no paraban de reír. Estúpidos humanos, siempre tan prepotentes creyendo estar en posesión de la razón suprema.

 

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