INGRÁVIDO
Autora: Lourdes Aso Torralba
-Vamos Jager, no te asustes. No voy
a hacerte daño.
A punto estuvo de darle un empujón y
despacharlo con cajas destempladas. No podía ser más inoportuno. ¿Cómo se le
ocurría entrar sin pedir permiso? ¿Y con esas pintas? Lo que menos necesitaba
era una distracción, con la de trabajo que tenía por hacer. Si estaba en lo
cierto, estaba a un paso de encontrar una solución para la humanidad y a ese
niñato no se le ocurría más que entretener. Estaba pensando en que aquello era
una falta de educación en toda regla cuando notó nuevamente un golpecito en el
hombro, esta vez el contrario. Esta vez derramó por el suelo el caldo de
cultivo que llevaba en una probeta para agitar en el vibrador. Se quedó a mitad
de camino, con los ojos puestos en Jager más viejo que Matusalén.
-Vamos Jager, no hace falta tanta
prisa. Lo que no descubras hoy, ya lo harás mañana. Deberías descansar alguna
vez.
Jager Minflort giró en redondo la
cabeza. Le daba vueltas sobre su eje a más de doscientos kilómetros por hora
pues era la única forma que tenía para aumentar la velocidad del pensamiento.
Hacía ya varios años que John Peglitu había determinado que el cerebro
necesitaba suficiente energía cinética para que las neuronas se conectaran
perfectamente. No tardó un día en completar cada rotación completa, no se hizo
el día y la noche y tampoco sufrió mareo alguno. Mucho menos achacó aquello a
una disminución de los niveles de glucosa, ni a procesos alucinatorios. En su
laboratorio había dos intrusos, uno demasiado joven e inexperto y otro tan
torpemente mayor que lo más urgente era mantenerlos quietos antes de que
rompieran nada más. Ya suponía notable contratiempo ver el caldo de cultivo
deslizándose por las baldosas como para que ninguno de los dos añadieran más
rotos al descosido.
Jager, Jager, Jager -murmuró como para sí mismo.
Demasiados Jager en un espacio tan diminuto no podían traer nada bueno.
Durante un instante sí paró su
mundo. Se quedó quieto, pensando. Su secuencia lógica de razonamiento se detuvo
en el segundo que su dedo índice había presionado la tecla del ordenador,
dándole la orden de disparar la fotografía y guardarla en el disco duro, en los
archivos secuenciales diseminados por los distintos espacios interpixelares.
Recordó que estaba a punto de descubrir como dejar de envejecer, como volver a
la eterna juventud, como curar toda suerte de enfermedades de la humanidad,
como olvidarse de los virus y las bacterias, de la amenaza del ántrax, de las
guerras químicas, del fin del mundo, del principio de le eternidad... Se quedó
sin aire. Excesivas cosas a la vez.
Sobre una de las poyatas del
laboratorio empezó a vibrar un móvil sacándolo de ese estado de sobreexcitación.
-Deberías contestar –le dijeron a la
vez el Jager joven y el anciano. Antes de que tiren abajo esa puerta pensando
que aquí dentro está sucediendo algo interesante.
Jager Minflort se llevó el móvil a
la oreja. Parecía escuchar. Simplemente dijo.
-Todo en orden. Me había dormido.
Todo en orden. Sin novedad. Todo en orden. Sí. Todo en orden.
Y colgó. Su orden, desde luego no
era correcto porque notaba la sangre en los talones, la cabeza hueca, la nausea
en la boca del estómago y la rabia a flor de piel. El día más importante de su
vida, el que tanto había esperado y tenía que compartir méritos con esos dos
mentecatos.
-Vaya, has mentido. Por una vez en
tu vida, has mentido.
Y reían tan estrepitosamente que los
botes de cristal sonaban entrechocándose en las gradillas, mezclando más de la
cuenta las suspensiones contenidas en su interior y amenazando con mandar a la
porra todo el experimento que estaba a punto de concluir.
-Callaros los dos de una vez –les
gritó ochenta tonos de voz por encima de la suya.
Tenía que dejar claro su enfado. Y
su autoridad.
-Si no queréis que os mate ya mismo,
ya podéis ir desembuchando. ¿De dónde habéis salido? ¿Qué queréis de mi? ¿Qué
extraña broma es esta?
-Oh, la , la –dijeron cantando los
dos Jager a la vez. Demasiadas preguntas de golpe.
Señalaban la pantalla intermitente
como si Jager Minflort fuera medio idiota. Éste, con toda la precaución del
mundo, deslizó un milímetro exacto el ratón para volver a mirar y allí había
otros cientos de miles de millones de Jager Minflort de todas las edades.
-Elegiste dos instantes, a nosotros,
pero ya ves que te aguardan otros tantos tú en el espacio temporal que desees.
Sólo tienes que darle al botón y, como Aladino y su maravillosa lámpara mágica,
vendremos a cumplir tus demandas.
Jager Minflort repasó cuidadosamente
la tesis sobre la que estaba trabajando. Células madre con capacidad de dividirse
a través de la mitosis y diferenciarse en diversos tipos de células, además de
auto renovarse para producir más células madre, actuando en la regeneración y
reparación de los tejidos del organismo. No le pareció grave sino cojonudo, el
mayor descubrimiento del siglo.
El científico recordó a su esposa
Margaritte. Si no hubiera sido por ella no se habría dejado las pestañas
delante del microscopio. Tenía una belleza exultante. Había sido la alegría de
su vida, la razón de su existencia, la compañera y guardiana de sus
pensamientos. Cuando la enfermedad se ensañó con sus carnes a Jager Minflort le
faltaban fuerzas para recoger los pedazos y cuando el esqueleto se fue
quebrando en montoncitos de serrín, enloqueció de dolor. Solo el encierro
rodeado de lentes de aumento, de experimentos con los que tentó a Dios
creyéndose más listo, pareció amortiguar su pena. Y justo cuando estaba a punto
de ser efectivamente mejor que Dios, éste le mandaba a través de las puertas
del tiempo imágenes de su deterioro, de su infancia olvidada, de su
omnipresencia.
-Tienes razón, Jager –le dijo el
abuelo. Puedes hacer lo que quieras pero Dios siempre te estará vigilando.
Jamás podrás vencerle.
-¿Y a ti que te importa?
-Mucho. Soy tú. Serás así dentro de
unos años. Te conviene enmendarte.
A Jager Minflort le preocupaba
enormemente una cosa. Rodaba por su cabeza. La abrasaba las carnes.
-¿Te duele algo? –soltó por fin.
-Ja, ja. Vaya pregunta. Tengo
doscientos ochenta y siete años. ¿Es posible que unos huesos de esa edad tengan
una calcificación correcta, que no estén carcomidos por la artrosis, que no
parezcan oxidados por las mañanas?
El Jager joven estaba moviendo los
dedos sobre su móvil, husmeando en su intimidad descaradamente, a lo suyo, tan
a su bola como todos los adolescentes de la generación digital. Sus dedos
parecían pensar con vida propia.
-Y tú –le increpó, ¿Se puede saber
qué pintas en este entierro?
-Quería avisarte de la imprudencia.
No es de recibo ir dando botes de una edad a otra según se te antoje a ti. Cada
cosa a su hora. ¿No te parece?
-No sé a qué te refieres. Yo no me
he metido contigo.
-No me rayes.
-No me rayes tú.
-Déjame en paz.
-Pues lárgate de una vez.
-Muy bien, así lo arregláis todo
ahora. Sin hablar. Sin escuchar.
El Jager viejecito se tapaba los
oídos.
-Dejar de gritaros de una vez. Me
vais a romper los tímpanos.
El Jager joven pasaba las pantallas
del móvil como si estuviera buscando información.
-Ya está –dijo. Lo pone aquí. Hasta
dentro de veinticuatro años no se podrán aplicar los remedios milagrosos del
Doctor Jager Minflort en los humanos. La Sociedad Científica Internacional con
sede en Massachusetts ha determinado que aunque en principio, el descubrimiento
parece muy revolucionario, la replicación celular podría degenerar en
patologías desconocidas y por tanto, no se puede concluir que la enfermedad
haya desaparecido del planeta.
El artículo proseguía detallando las
plagas como la peste bubónica, la rabia, el cólera, la fiebre amarilla, la
tuberculosis, el cáncer, el sida y la última enfermedad llamada síndrome del
muerte viviente o síndrome de Cotard.
Jager Minflort pensó en los síntomas. Un desorden mental hipocondríaco
tras el cuál uno creía estar muerto física y literalmente, con sus órganos en
estado de putrefacción (como le había pasado a Margaritte) y que aunque se
mirara al espejo, no lograría reconocer su rostro y vagaría por el mundo como
si fuera un zombie.
-¿No te acuerdas? –le dijo el Jager
joven. Fue en 1.880 cuando Jules Cotard, un neurólogo francés habló en París de
un paciente que estaba convencido de que no moriría nunca. Eras tú. Y ya ves
–dijo señalando a Matusalén. ¿Aún estás seguro que lo que tienes allí en el
microscopio es mejor que esto?
Jager Minflort tuvo un momento de
lucidez. O de relax. Se echó a reír a carcajadas como si aquello fuera lo más
divertido del mundo. Y sin hacer caso a los dos Jager que se turnaban por darle
golpecitos en los hombros, volvió a mirar la reacción de amplificación
multiplex por PCR del exon del locus analizado mediante hibridación reversa con
sondas especificas de secuencia con las que había detectado alelos relevantes
con una resolución de ocho dígitos.
-Te propongo un trato –le dijo el
viejecito.
Jager Minflort escuchó. No tenía
nada que perder.
-Te contaré lo que va a ocurrirte en
los próximos años. Todo el mundo se muere de ganas por saber lo que le deparará
el futuro y tú tienes la posibilidad de saberlo, de anticiparte a él, de
cambiarlo si quieres.
-¿Cambiarlo? ¿Desde cuando se puede
cambiar el destino?
-Tú serás el primero. Sabrás lo que
va a pasarte y podrás evitarlo antes de que ocurra. Elegirás ser feliz.
A mil aumentos todo le parecía un
extraño truco de magia. Cuanto más se aplicaba en buscar pequeños indicios en
la preparación, más milagroso le parecía que algo tan infinitamente diminuto se
dignara a colarse por sus retinas. Y algo tan exponencialmente elevado a la
enésima potencia se prolongaría como un sencillo algoritmo en un ciclo while que se realizaría
tantas veces como lo indicara el exponente hasta hacerla un poco más eficiente.
Jager Minflort trató de aunar los
dos yo en uno, saber cual fue primero, si de verdad habían salido de dentro del
ordenador.
-Serás idiota. Me tienes delante de
tus narices y te niegas a creer.
Y Jager Minflort hizo lo que jamás
debía haber hecho, golpear con mucha rabia el lado izquierdo del ratón que
controlaba la computadora. Creó tantos Jager Minflort que apenas tenían espacio
en el reducido espacio del laboratorio. Se apilaban unos sobre otros y aunque
Jager Minflort intentaba clasificarlos bajo algún criterio, todos se movían a
la vez. De repente se le hizo la luz en su cerebro. Apartó a empujón limpio a
sus millones de reproducciones y llegó hasta la garrafa donde guardaba el oleum
dulci vitrioli que normalmente usaba como disolvente de grasas y para
desprender las garrapatas de la piel. Vertió todo el contenido y poco a poco
fueron desmayándose anestesiados esos muchos yo que habían invadido la
habitación, incluso los dos primeros que parecían asflixiados por la avalancha,
pisoteados y con falta evidente de aire en los pulmones.
Jager Minflort se había tapado la
nariz y tuvo que romper los cristales para poder salir del espacio contaminado
por el éter antes de perder el conocimiento.
Con el estrépito (el director no
escatimaría al ponerle la sanción más ejemplar) los trabajadores de los demás
Departamentos se acercaron a mirar. Jager Minflort levantaba y bajaba los
hombros. Explicar de donde habían salido todos esos miles de millones de Jager Minflort en
diversas fases de la vida amontonados unos sobre otros escapaba a toda suerte
de lógica. Él era un científico que estudiaba simplemente la regeneración
celular. O la replicación humana. Era el agente número cuatrocientos mil
trescientos veintiséis jota.
Las saetas de su reloj se habían
parado eternamente a las diez horas, ocho minutos y veintiséis segundos, el
instante en que Margaritte había dejado este mundo para siempre. Se había
olvidado del niño, de ese niño insoportable que no paraba de llorar.
El jefe apareció por el pasillo.
-Jager, debería irse a descansar.
En esa parte del recinto siempre
sonaba música clásica de fondo, para amansar a las fieras. Weightless
(Ingrávido), compuesta por el trío Marconi Union logró bajarle la frecuencia
cardiaca, los niveles de cortisol y disminuyó la descarga de adrenalina.
También cesó toda actividad cerebral por lo que logró relatar con cierta
cordura algún retazo anterior a la replicación de su persona, aunque nadie
creyó que lo que contenían los matraces, las probetas y los caldos de
incubación y que quizá se había grabado en el disco duro de la computadora
habrían podido cambiar el mundo.
El chasquido de un mechero para
enceder un cigarrillo detonó por los aires todo el trabajo de Jager Minflort
que desde entonces se pasaba las horas delante de un espejo, estudiando cada
arruga y el envejecimiento de sus células.
Dejar de ser el agente número
cuatrocientos mil trescientos veintiséis jota y convertirse en un cero a la
izquierda, candidato perfecto a actuar de cobaya en los ensayos clínicos (a no
ser que prefiriese los viajes intergalácticos, abdución incluida) no auguraba
nada bueno.
La cabeza volvió a girarle ciento
ochenta grados. Le ocurría cada vez que necesitaba concentración extrema. Miró
hacia la computadora en busca de su aprobación. Si uno no podía con su enemigo,
lo mejor era unirse a él. Antes de que nadie pudiera detenerle saltó dentro de
los circuitos y se dejó llevar. Al principio la oscuridad le asustó un poco.
Después se asomó de puntillas para ver qué había al otro lado. Vio millones de
galaxias que se sucedían a la velocidad de la luz y pensó que cualquiera de
ellas estaría bien. En su estado (incapaz de morirse del todo) no percibía los
cambios de temperatura por lo que el frío no le molestaba y el calor no quemaba
sus carnes. Si debía pasarse la eternidad en ese limbo desconocido, ser un
zombie le venía pero que muy bien. Sus carnes putrefactas causaban tanto terror
que nadie osaría molestarlo. Todos los días visitaba a Margaritte y estaba
seguro de que los vecinos de tumba eran discretísimos.
De cuando en cuando regresaba a su
laboratorio para asegurarse de que nadie recuperaba sus notas. Las borró
treinta y cinco mil veces seguidas hasta que sintió algo similar a la satisfacción.
A fin de cuentas su Jager Matusalén había cumplido parte de su trato porque le
había enseñado el destino y permitido burlarse de él en sus narices.
Desde luego lo que no podía hacer
era descansar. No mientras las personas investigaran como convertirse en dioses
pues si él había estado tan cerca de hacer un descubrimiento tan
revolucionario, era cuestión de tiempo que otro llegara a la misma conclusión.
Jager Minflort se juró no permitirlo porque entonces desaparecería la integridad. Su Jager joven parpadeó un
instante interestelar y se desintegró en partículas diminutas. Su Jager
Matusalén le recordó que mañana todavía estaba por llegar. La computadora que
había estado al tanto del pensamiento deductivo se reprogramó sola para
secuenciar erróneamente el elixir de la eternidad.
Veinticinco años después, ochenta y
siete años más tarde de aquellos sucesos, la prensa seguía reflejando que la
replicación celular estudiada por el científico Jager Minflort contenía
suficientes erratas en el proceso de actuación más que silente y por tanto,
estaban llegando a una conclusión espantosa: el planeta estaba a punto de morir
para siempre.
Computadora y Jager se golpearon en
los hombros, los subían y bajaban, giraban sus cabezas ciento ochenta grados y
no paraban de reír. Estúpidos humanos, siempre tan prepotentes creyendo estar
en posesión de la razón suprema.
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