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2016 Premio Castellano: EL OTRO TREN

 

EL OTRO TREN

Autora: Almudena Bustamante

 

Pleno agosto y un vagón de pasajeros abarrotado: las ventanillas van abiertas, pero sólo entra un aire tan sofocante como el metal recalentado de las vías. Maite saca una revista del bolso y se abanica con ella, mientras Jaime y María se enzarzan en una pelea provocada por las migas de patatas fritas que quedan en el fondo de una bolsa ya vacía. La pequeña comienza a llorar, cansada de tanto viaje y la piel de sus brazos regordetes está pegajosa de sudor. Maite deja la revista en el asiento y la toma en brazos. “Ya, hija, que ya queda poco… ¡Jaime! ¡Deja en paz las coletas de tu hermana! ¡Y tú, María, para ya de chillar, por dios, que me estáis volviendo loca!”

Agustín  sigue leyendo el periódico, hasta que la pelea de sus hijos sube de tono, Jaime empuja a su hermana y María cae violentamente contra su padre, quien se levanta de un salto y sacude con energía su camisa, sobre la que ha caído el cigarrillo que tenía encendido. “Coño de niños, la madre que los parió…” Maite mira a su esposo sin pasión, simplemente lo mira mientras la pequeña patalea nerviosa en sus brazos y el sudor va dibujando dos corros enormes bajo sus brazos maternales.

El tren pierde velocidad. “Logroño. Ya estamos en Logroño”. Agustín levanta la cabeza un segundo y la vuelve a bajar, centrando despreocupadamente su atención en las hojas del periódico. “Logroño…Todavía Logroño”, piensa consternada Maite.

-¡Mamá, quiero agua!

Ésa es María.

-¡Quiero agua! ¡Quiero agua!.. ¡Quiero AGUAAAA!

 

En el compartimento contiguo, Santiago  pierde  la vista  en un punto lejano y cambiante de un paisaje que se transforma en urbano y familiar. Cuando el tren se aproxime lo suficiente,  un cartel de letras grandes le indicará que acaba de llegar a la ciudad en la que nació, en la que vivió tantos años y a la que vuelve, decepcionado y solo, después de comprobar que el mundo es muy grande y tiene las fauces muy afiladas. Lo de Sonia ha sido una historia de amor con final feliz, al menos para  ella. Después de todo un año de pasión vivida sin freno ni recato , después de compartir el sudor en la cama y la pasta dental  sin signo alguno de insatisfacción por su parte, Sonia se declara cansada de la relación y decide retomar su vida y continuar con su  rutina  insulsa   de  chica soltera y despreocupada que trabaja en el Ministerio de Turismo. Y si te he visto no me acuerdo. Santiago sospecha que hay una tercera persona en una relación que debería ser de dos, pero le ha faltado el valor para preguntárselo a Sonia, porque de haberlo hecho ella le habría contestado sin tapujos ni eufemismos. Y, ¿cuántas personas estarían dispuestas a aceptar de frente su condición de cornudos? Santiago aún se excita recordando la imagen de su ex novia saliendo semidesnuda de la ducha. Y por eso cree que aún la quiere, pero se para a reflexionar  y llega a la conclusión de que si tal excitación es el único sentimiento que alberga por Sonia, es que ya no la ama. ¿O sí?

El tren se detiene en la estación de Logroño. En el compartimento de al lado el calor, la sed y el largo viaje están causando estragos en  la capacidad de aguante  de los niños y en la paciencia de los padres. La pequeña no deja de removerse, inquieta, pero ya pesa demasiado y la espalda de Maite se resiente bajo el peso de su hija.

“Todos los años lo mismo, el dichoso viaje al pueblo. ¡A ver cuando espabilo!”

Agustín no piensa lo mismo: en cuanto lleguen, el calvario del viaje se diluirá  en un buen  trago de la bota y ya está pensando en el chorizo que su suegra habrá guardado para él.

-¡Agustín, por Dios!

Agustín levanta la cabeza del periódico, contrariado, y mira a su esposa con cara de sorpresa, como si no supiera de sobra la retahíla de reproches que implican  sus palabras. Y como desconoce por dónde atacar estos conflictos familiares a los que está muy poco acostumbrado, porque apenas para en casa, saca otro cigarrillo y lo enciende con parsimonia, invocando al oráculo de la sagrada columna de humo en busca de sabio consejo. Pero como éste no llega, Agustín, irritado, dobla el periódico sobre un pliegue que ya es una arruga vieja en el papel y lo abandona con desdén sobre el escay rojo del asiento.

-¡Pero qué quieres, Maite!¡Si no puedes tú con ellos, que son tus hijos!

Maite está a punto de replicarle que, aunque no lo parezca, son suyos también. Pero calla, no por sometimiento ni por humildad, ni por ninguna de las razones que casi siempre llevan al silencio aún a sabiendas de que se tiene la razón. Maite calla tan sólo por que ya está cansada de hablar inútilmente, por que sabe que sus palabras caen en el saco roto de la indiferencia de su esposo.  Y de tanto caer hace tiempo que se rompieron.

-María quiere agua.

-Pues que se aguante- Y Agustín le pega una calada profunda al cigarrillo y el humo sale con prisas inútiles a disolverse en el aire cálido de la ciudad, en la que el tren está a punto de detenerse.

-Sabes de sobra que no hay quien la haga callar…Además hace demasiado calor. Es lógico que quieran agua…

-¡Si no les hubieses dado las patatas fritas no tendrían sed, demonios! ¡Así que a callar, que ya beberán agua cuando lleguemos al pueblo, que allí sale muy fresquita y además es gratis!

María comienza a llorar y su hermano se burla de ella apuntándola con un dedo acusador mientras en su cara se dibujan el regocijo y la sorna.

-¡Jaime, o dejas de chinchar a tu hermana, o te doy una bofetada, que ya está bien…!

-¡Si es que no hay quien los aguante, Maite, que los has malcriado y aquí tienes las consecuencias!

Agustín aplasta el cigarrillo contra el cenicero metálico incrustado en el brazo del sillón, rebosante de colillas arrugadas, y deshace el pliegue del diario para abandonarse de nuevo en el oleaje tranquilo de palabras.

Maite mira por la ventanilla. Sin un motivo concreto, siente unas ganas tremendas de llorar. Las lágrimas se agolpan en su garganta y le hacen daño. La pequeña se ha puesto de pie sobre sus muslos y le pisotea la falda floreada de algodón -muy ponedera- que ha estrenado para el viaje.

-Vamos a por agua, hija…

El tren acaba de detenerse en Logroño con un pitido.

-Agustín, me bajo con la niña, que así no podemos continuar lo que queda de viaje.

-¿Te dará tiempo?

-Sabes que el tren para un buen rato en Logroño. ¿Por qué no bajamos todos y estiramos las piernas?

-¡Ni loco, con la guerra que dan estos cafres!

-Bueno, pues me voy con María, a ver si puedo conseguir la dichosa agua.

-Pero llévate a ésta…-Agustín se refiere a la pequeña, que de los muslos de su madre ha pasado al asiento y amenaza con hacer trizas el bastión defensivo de su padre, fascinada por las grandes hojas de papel.

Maite está a punto de decir que…Pero no dice nada, las palabras ya están rotas. Toma  a la pequeña en brazos, a María de la mano y salen al pasillo estrecho del vagón. Avanzan a duras penas, casi arrastradas por la corriente de viajeros que suben cargados de bolsas, maletas y cestos. Y  llegan al fin a la puerta.

 

Santiago abandona el compartimento con su equipaje en la mano. No es mucho, lo necesario para salir del paso. El resto aún está en el piso de Sonia, en el armario de  ese dormitorio que compartieron. Al pensarlo se le hace un nudo en el estómago. Recuerda la cama, colocada al lado de una ventana por la que entra un frío espantoso en invierno, del que ellos se defendían con el calor de sus cuerpos. Y la cómoda de madera oscura, con un espejo a juego colgado de la pared y las cortinas floreadas que la madre de Sonia cosió, ajena al hecho de que serían testigos mudos del amancebamiento de su hija con un hombre al que dejaría tirado como a un trasto viejo… “Me estoy poniendo innecesariamente dramático”, piensa Santiago. Y se obliga a detener estos pensamientos peligrosos, pues de dejarlos anidar en su cabeza puede que le lleven de nuevo al lado de Sonia, e incluso le obliguen a arrodillarse ante ella. 

Sale al pasillo y de un salto se planta en el andén.  Entonces alguien grita. Santiago se vuelve instintivamente. A sus espaldas, una mujer cargada con dos niñas ha estado a punto de caer. Él se le acerca:

-¿Está usted bien?

Maite enrojece, no le gusta llamar la atención y menos de ese modo. Su prioridad era sujetar a la niña, y por eso se ha enganchado como ha podido al agarradero del tren y se ha hecho daño en un dedo que comienza a hinchársele  un poco.

-Estoy perfectamente, gracias…

A Santiago no se le escapa el gesto de dolor de ella mientras se mira el dedo magullado.

-Ese dedo se le ha retorcido… Debería ponerse un poco de hielo en él.

Maite siente otra vez unas ganas irreprimibles de llorar. Las lágrimas se agolpan en su garganta y le hacen daño. Debería ponerse hielo… ¡Debería hacer tantas cosas que no puede hacer!

-Gracias de nuevo, pero no puedo entretenerme. Tan sólo he bajado del tren a por un poco de agua para la niña.

Y en ese momento la tarde pesada y calurosa se deshace. Desaparece el andén, el tren ya no está, no tiene una niña en los brazos y otra aferrada casi con saña a su mano ilesa. Su encuadre de la vida ha quedado reducido a la figura de este desconocido al que ella siente, de pronto, como alguien tremendamente cercano. Se tranquiliza al contemplar esa barbilla en la que el afeitado matutino ha dejado su huella en  un corte pequeño sobre el que le gustaría pasar la yema de su dedo herido. Le llega el olor de él, una suave mezcla entre sudor masculino y el aroma limpio del jabón que ha blanqueado su camisa, arrugada ya por la espalda y bajo las axilas.

Y Maite siente el impulso desesperado de acercarse a su pecho grande y apoyar en él la cabeza. Si lo hiciese, está segura de que las lágrimas brotarían, por fin podría llorar y deshacer así este nudo que le aprieta tanto.

Pero no lo hace. Y entonces vuelve a ver el  andén, y el tren reaparece. Su hija tira de ella, tiene sed, y la pequeña, irritada, intenta morderle la mejilla. “Las dichosas muelas, la guerra que dan hasta que salen.”

Santiago no puede evitarlo: le toma la mano con suavidad y simula que le examina el dedo, algo amoratado. Pero en realidad contempla la forma redondeada de los pechos de la mujer, recogidos en  el nido de algodón de un suéter blanco. Le gustaría meter la cabeza entre esos pechos mullidos, que seguramente huelen  a leche y a flores. Ella es tan cálida…

Le mira a los ojos, que son de un azul desvaído, como si el gris proceloso hubiese invadido la mirada zarca.

-Este dedo no está bien, necesita hielo. Y quítese lo antes posible la alianza, antes de que el dedo se hinche más de la cuenta.

Ella le mira interrogante…

-Estudié medicina durante tres años, pero lo dejé.

Ella asiente. Intenta seguir el consejo, pero con la pequeña en brazos no hay manera. Él se percata, y se la quita con suavidad del regazo. La niña no protesta.

-Gracias…

Maite tira de su alianza con cuidado, el dedo le duele. Él tiene razón: ya le cuesta sacársela. Pero aguanta estoicamente el dolor y logra que el anillo rebase la falange. Y entonces la alianza de oro se escapa de sus manos y rueda sin freno hasta caer debajo del tren estacionado, haciéndose un hueco entre las piedras de la vía donde al  fin se detiene, oculta de la vista, ocultos también un nombre y una fecha que apenas pueden leerse, desgastados como están.

-¡Oh, no!- grita Maite. Y mira hacia la ventanilla de su compartimento con ojos suplicantes, esperanzada ante la improbable circunstancia de que Agustín esté asomado y lo haya visto todo y descienda del vagón para encontrar la alianza, tomar a la niña en brazos, ir a por el hielo, comprar agua para los críos  y tranquilizarla con un beso en la frente. Pero no encuentra los ojos de Agustín, tan solo negrura tras el cristal a medio bajar de la ventanilla del vagón.

-Está perdida…

Maite lo mira interrogante, sorprendida, repentinamente atemorizada.

-La alianza, digo.  Déla por perdida.

-Más se perdió en Cuba…En fin, le haré caso y voy a por un poco de hielo. Gracias por todo.

Y el hombre la mira casi con devoción, Maite puede sentir en  él un ímpetu extraño y desconcertante que viaja a través del aire cálido que los separa y llega a ella en forma de algo que va más allá del deseo físico. Siente que ese desconocido no es tal, sino una parte de ella misma con la que de pronto se ha encontrado. Y un desánimo fulminante cae sobre esta tarde viajera de calor agobiante, porque Maite comprende que el Último Tren ha parado para que ella lo tome, pero debe dejarlo marchar, ya tiene billete en uno que salió de Bilbao y no ha de bajarse hasta Zaragoza.

- La acompañaré- afirma él con decisión.

“¿En el viaje de la vida? ¿Adónde quiere acompañarme?” Maite está confusa. Sus pensamientos son una madeja enredada de la que es imposible tirar del hilo. Pero se deja llevar.

-Aquí mismo, nada más salir de la estación, hay un bar donde nos pueden dar hielo. Y la niña podrá beber agua.

Caminan juntos, en silencio. A pesar de las quejas lastimeras de María, que se deja arrastrar por su madre. No dicen nada. Tan sólo se miran con la risueña curiosidad   de un encuentro largamente esperado, mientras aspiran  las moléculas del otro que les  llegan envueltas en la atmósfera veraniega del vestíbulo de la estación, como si fuesen olores añorados desde hace mucho tiempo.

 

Apenas quedan unos minutos para que el tren abandone la estación de Logroño. Agustín se asoma a la ventanilla. Maite no llega. “¿Dónde demonios se habrá metido?”. Jaime se aburre sin nadie a quien fastidiar, y pega pataditas al asiento de enfrente. “¡Jaime, coño, para quieto! ¡Dónde se habrá metido tu madre!”

Divisa de pronto a Maite en el andén, caminando deprisa, arrastrando casi a María, quien pese a  haberse bebido dos vasos de agua continúa insatisfecha con su vida infantil y lo demuestra oponiéndose a la carrera desesperada de su madre. Por fin alcanzan el vagón. Maite lleva a María hasta la puerta, la ayuda a subir con un empujoncito en el trasero y se acerca a la ventanilla.

-¡Agustín, María ya subió! ¡Coge a la niña!

Y levanta los brazos, izando a la pequeña hasta la altura del cristal.

-¡Pero que coño…!

-¡Cógela, que no hay tiempo que perder!

Agustín, desconcertado, toma a la niña justo en el momento en el que suena un pitido largo, y el motor del tren comienza a rugir con fuerza para vencer la inercia de la parada. Está de  pie en el compartimento, con la niña en brazos, pero no reacciona. “¿Por qué no sube Maite?”

 

El tren comienza a moverse poco a poco, pero Maite continúa varada en el andén, contemplando cómo se aleja su vagón entre la maraña de vías que relucen como plata al sol de la tarde. Y entonces piensa que ha de moverse si no quiere perder el Último Tren.

 

 

 

 

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