EL OTRO TREN
Autora: Almudena Bustamante
Pleno
agosto y un vagón de pasajeros abarrotado: las ventanillas van abiertas, pero
sólo entra un aire tan sofocante como el metal recalentado de las vías. Maite
saca una revista del bolso y se abanica con ella, mientras Jaime y María se
enzarzan en una pelea provocada por las migas de patatas fritas que quedan en
el fondo de una bolsa ya vacía. La pequeña comienza a llorar, cansada de tanto
viaje y la piel de sus brazos regordetes está pegajosa de sudor. Maite deja la
revista en el asiento y la toma en brazos. “Ya, hija, que ya queda poco…
¡Jaime! ¡Deja en paz las coletas de tu hermana! ¡Y tú, María, para ya de
chillar, por dios, que me estáis volviendo loca!”
Agustín sigue leyendo el periódico, hasta que la
pelea de sus hijos sube de tono, Jaime empuja a su hermana y María cae
violentamente contra su padre, quien se levanta de un salto y sacude con
energía su camisa, sobre la que ha caído el cigarrillo que tenía encendido.
“Coño de niños, la madre que los parió…” Maite mira a su esposo sin pasión,
simplemente lo mira mientras la pequeña patalea nerviosa en sus brazos y el
sudor va dibujando dos corros enormes bajo sus brazos maternales.
El tren pierde
velocidad. “Logroño. Ya estamos en Logroño”. Agustín levanta la cabeza un segundo
y la vuelve a bajar, centrando despreocupadamente su atención en las hojas del
periódico. “Logroño…Todavía Logroño”, piensa consternada Maite.
-¡Mamá, quiero
agua!
Ésa es María.
-¡Quiero agua!
¡Quiero agua!.. ¡Quiero AGUAAAA!
En el compartimento
contiguo, Santiago pierde la vista
en un punto lejano y cambiante de un paisaje que se transforma en urbano
y familiar. Cuando el tren se aproxime lo suficiente, un cartel de letras grandes le indicará que
acaba de llegar a la ciudad en la que nació, en la que vivió tantos años y a la
que vuelve, decepcionado y solo, después de comprobar que el mundo es muy
grande y tiene las fauces muy afiladas. Lo de Sonia ha sido una historia de
amor con final feliz, al menos para
ella. Después de todo un año de pasión vivida sin freno ni recato ,
después de compartir el sudor en la cama y la pasta dental sin signo alguno de insatisfacción por su
parte, Sonia se declara cansada de la relación y decide retomar su vida y
continuar con su rutina insulsa
de chica soltera y despreocupada
que trabaja en el Ministerio de Turismo. Y si te he visto no me acuerdo.
Santiago sospecha que hay una tercera persona en una relación que debería ser
de dos, pero le ha faltado el valor para preguntárselo a Sonia, porque de haberlo
hecho ella le habría contestado sin tapujos ni eufemismos. Y, ¿cuántas personas
estarían dispuestas a aceptar de frente su condición de cornudos? Santiago aún
se excita recordando la imagen de su ex novia saliendo semidesnuda de la ducha.
Y por eso cree que aún la quiere, pero se para a reflexionar y llega a la conclusión de que si tal
excitación es el único sentimiento que alberga por Sonia, es que ya no la ama.
¿O sí?
El tren se
detiene en la estación de Logroño. En el compartimento de al lado el calor, la
sed y el largo viaje están causando estragos en
la capacidad de aguante de los
niños y en la paciencia de los padres. La pequeña no deja de removerse,
inquieta, pero ya pesa demasiado y la espalda de Maite se resiente bajo el peso
de su hija.
“Todos los años
lo mismo, el dichoso viaje al pueblo. ¡A ver cuando espabilo!”
Agustín no
piensa lo mismo: en cuanto lleguen, el calvario del viaje se diluirá en un buen
trago de la bota y ya está pensando en el chorizo que su suegra habrá
guardado para él.
-¡Agustín, por
Dios!
Agustín levanta
la cabeza del periódico, contrariado, y mira a su esposa con cara de sorpresa,
como si no supiera de sobra la retahíla de reproches que implican sus palabras. Y como desconoce por dónde
atacar estos conflictos familiares a los que está muy poco acostumbrado, porque
apenas para en casa, saca otro cigarrillo y lo enciende con parsimonia,
invocando al oráculo de la sagrada columna de humo en busca de sabio consejo.
Pero como éste no llega, Agustín, irritado, dobla el periódico sobre un pliegue
que ya es una arruga vieja en el papel y lo abandona con desdén sobre el escay
rojo del asiento.
-¡Pero qué
quieres, Maite!¡Si no puedes tú con ellos, que son tus hijos!
Maite está a
punto de replicarle que, aunque no lo parezca, son suyos también. Pero calla,
no por sometimiento ni por humildad, ni por ninguna de las razones que casi
siempre llevan al silencio aún a sabiendas de que se tiene la razón. Maite
calla tan sólo por que ya está cansada de hablar inútilmente, por que sabe que
sus palabras caen en el saco roto de la indiferencia de su esposo. Y de tanto caer hace tiempo que se rompieron.
-María quiere
agua.
-Pues que se
aguante- Y Agustín le pega una calada profunda al cigarrillo y el humo sale con
prisas inútiles a disolverse en el aire cálido de la ciudad, en la que el tren
está a punto de detenerse.
-Sabes de sobra
que no hay quien la haga callar…Además hace demasiado calor. Es lógico que
quieran agua…
-¡Si no les
hubieses dado las patatas fritas no tendrían sed, demonios! ¡Así que a callar,
que ya beberán agua cuando lleguemos al pueblo, que allí sale muy fresquita y
además es gratis!
María comienza
a llorar y su hermano se burla de ella apuntándola con un dedo acusador mientras
en su cara se dibujan el regocijo y la sorna.
-¡Jaime, o
dejas de chinchar a tu hermana, o te doy una bofetada, que ya está bien…!
-¡Si es que no
hay quien los aguante, Maite, que los has malcriado y aquí tienes las consecuencias!
Agustín aplasta
el cigarrillo contra el cenicero metálico incrustado en el brazo del sillón,
rebosante de colillas arrugadas, y deshace el pliegue del diario para
abandonarse de nuevo en el oleaje tranquilo de palabras.
Maite mira por
la ventanilla. Sin un motivo concreto, siente unas ganas tremendas de llorar.
Las lágrimas se agolpan en su garganta y le hacen daño. La pequeña se ha puesto
de pie sobre sus muslos y le pisotea la falda floreada de algodón -muy
ponedera- que ha estrenado para el viaje.
-Vamos a por
agua, hija…
El tren acaba
de detenerse en Logroño con un pitido.
-Agustín, me
bajo con la niña, que así no podemos continuar lo que queda de viaje.
-¿Te dará
tiempo?
-Sabes que el
tren para un buen rato en Logroño. ¿Por qué no bajamos todos y estiramos las
piernas?
-¡Ni loco, con
la guerra que dan estos cafres!
-Bueno, pues me
voy con María, a ver si puedo conseguir la dichosa agua.
-Pero llévate a
ésta…-Agustín se refiere a la pequeña, que de los muslos de su madre ha pasado
al asiento y amenaza con hacer trizas el bastión defensivo de su padre,
fascinada por las grandes hojas de papel.
Maite está a
punto de decir que…Pero no dice nada, las palabras ya están rotas. Toma a la pequeña en brazos, a María de la mano y
salen al pasillo estrecho del vagón. Avanzan a duras penas, casi arrastradas
por la corriente de viajeros que suben cargados de bolsas, maletas y cestos.
Y llegan al fin a la puerta.
Santiago
abandona el compartimento con su equipaje en la mano. No es mucho, lo necesario
para salir del paso. El resto aún está en el piso de Sonia, en el armario
de ese dormitorio que compartieron. Al
pensarlo se le hace un nudo en el estómago. Recuerda la cama, colocada al lado
de una ventana por la que entra un frío espantoso en invierno, del que ellos se
defendían con el calor de sus cuerpos. Y la cómoda de madera oscura, con un
espejo a juego colgado de la pared y las cortinas floreadas que la madre de
Sonia cosió, ajena al hecho de que serían testigos mudos del amancebamiento de
su hija con un hombre al que dejaría tirado como a un trasto viejo… “Me estoy
poniendo innecesariamente dramático”, piensa Santiago. Y se obliga a detener
estos pensamientos peligrosos, pues de dejarlos anidar en su cabeza puede que
le lleven de nuevo al lado de Sonia, e incluso le obliguen a arrodillarse ante
ella.
Sale al pasillo
y de un salto se planta en el andén.
Entonces alguien grita. Santiago se vuelve instintivamente. A sus
espaldas, una mujer cargada con dos niñas ha estado a punto de caer. Él se le
acerca:
-¿Está usted
bien?
Maite enrojece,
no le gusta llamar la atención y menos de ese modo. Su prioridad era sujetar a
la niña, y por eso se ha enganchado como ha podido al agarradero del tren y se
ha hecho daño en un dedo que comienza a hinchársele un poco.
-Estoy
perfectamente, gracias…
A Santiago no
se le escapa el gesto de dolor de ella mientras se mira el dedo magullado.
-Ese dedo se le
ha retorcido… Debería ponerse un poco de hielo en él.
Maite siente
otra vez unas ganas irreprimibles de llorar. Las lágrimas se agolpan en su
garganta y le hacen daño. Debería ponerse hielo… ¡Debería hacer tantas cosas
que no puede hacer!
-Gracias de
nuevo, pero no puedo entretenerme. Tan sólo he bajado del tren a por un poco de
agua para la niña.
Y en ese
momento la tarde pesada y calurosa se deshace. Desaparece el andén, el tren ya
no está, no tiene una niña en los brazos y otra aferrada casi con saña a su
mano ilesa. Su encuadre de la vida ha quedado reducido a la figura de este
desconocido al que ella siente, de pronto, como alguien tremendamente cercano.
Se tranquiliza al contemplar esa barbilla en la que el afeitado matutino ha dejado
su huella en un corte pequeño sobre el
que le gustaría pasar la yema de su dedo herido. Le llega el olor de él, una
suave mezcla entre sudor masculino y el aroma limpio del jabón que ha
blanqueado su camisa, arrugada ya por la espalda y bajo las axilas.
Y Maite siente
el impulso desesperado de acercarse a su pecho grande y apoyar en él la cabeza.
Si lo hiciese, está segura de que las lágrimas brotarían, por fin podría llorar
y deshacer así este nudo que le aprieta tanto.
Pero no lo
hace. Y entonces vuelve a ver el andén,
y el tren reaparece. Su hija tira de ella, tiene sed, y la pequeña, irritada,
intenta morderle la mejilla. “Las dichosas muelas, la guerra que dan hasta que
salen.”
Santiago no
puede evitarlo: le toma la mano con suavidad y simula que le examina el dedo,
algo amoratado. Pero en realidad contempla la forma redondeada de los pechos de
la mujer, recogidos en el nido de
algodón de un suéter blanco. Le gustaría meter la cabeza entre esos pechos
mullidos, que seguramente huelen a leche
y a flores. Ella es tan cálida…
Le mira a los
ojos, que son de un azul desvaído, como si el gris proceloso hubiese invadido
la mirada zarca.
-Este dedo no
está bien, necesita hielo. Y quítese lo antes posible la alianza, antes de que
el dedo se hinche más de la cuenta.
Ella le mira
interrogante…
-Estudié
medicina durante tres años, pero lo dejé.
Ella asiente.
Intenta seguir el consejo, pero con la pequeña en brazos no hay manera. Él se
percata, y se la quita con suavidad del regazo. La niña no protesta.
-Gracias…
Maite tira de
su alianza con cuidado, el dedo le duele. Él tiene razón: ya le cuesta
sacársela. Pero aguanta estoicamente el dolor y logra que el anillo rebase la
falange. Y entonces la alianza de oro se escapa de sus manos y rueda sin freno
hasta caer debajo del tren estacionado, haciéndose un hueco entre las piedras
de la vía donde al fin se detiene,
oculta de la vista, ocultos también un nombre y una fecha que apenas pueden
leerse, desgastados como están.
-¡Oh, no!- grita
Maite. Y mira hacia la ventanilla de su compartimento con ojos suplicantes, esperanzada
ante la improbable circunstancia de que Agustín esté asomado y lo haya visto
todo y descienda del vagón para encontrar la alianza, tomar a la niña en
brazos, ir a por el hielo, comprar agua para los críos y tranquilizarla con un beso en la frente.
Pero no encuentra los ojos de Agustín, tan solo negrura tras el cristal a medio
bajar de la ventanilla del vagón.
-Está perdida…
Maite lo mira
interrogante, sorprendida, repentinamente atemorizada.
-La alianza,
digo. Déla por perdida.
-Más se perdió
en Cuba…En fin, le haré caso y voy a por un poco de hielo. Gracias por todo.
Y el hombre la
mira casi con devoción, Maite puede sentir en
él un ímpetu extraño y desconcertante que viaja a través del aire cálido
que los separa y llega a ella en forma de algo que va más allá del deseo
físico. Siente que ese desconocido no es tal, sino una parte de ella misma con
la que de pronto se ha encontrado. Y un desánimo fulminante cae sobre esta
tarde viajera de calor agobiante, porque Maite comprende que el Último Tren ha
parado para que ella lo tome, pero debe dejarlo marchar, ya tiene billete en
uno que salió de Bilbao y no ha de bajarse hasta Zaragoza.
- La
acompañaré- afirma él con decisión.
“¿En el viaje
de la vida? ¿Adónde quiere acompañarme?” Maite está confusa. Sus pensamientos
son una madeja enredada de la que es imposible tirar del hilo. Pero se deja
llevar.
-Aquí mismo,
nada más salir de la estación, hay un bar donde nos pueden dar hielo. Y la niña
podrá beber agua.
Caminan juntos,
en silencio. A pesar de las quejas lastimeras de María, que se deja arrastrar
por su madre. No dicen nada. Tan sólo se miran con la risueña curiosidad de un encuentro largamente esperado,
mientras aspiran las moléculas del otro
que les llegan envueltas en la atmósfera
veraniega del vestíbulo de la estación, como si fuesen olores añorados desde
hace mucho tiempo.
Apenas quedan
unos minutos para que el tren abandone la estación de Logroño. Agustín se asoma
a la ventanilla. Maite no llega. “¿Dónde demonios se habrá metido?”. Jaime se
aburre sin nadie a quien fastidiar, y pega pataditas al asiento de enfrente.
“¡Jaime, coño, para quieto! ¡Dónde se habrá metido tu madre!”
Divisa de
pronto a Maite en el andén, caminando deprisa, arrastrando casi a María, quien
pese a haberse bebido dos vasos de agua
continúa insatisfecha con su vida infantil y lo demuestra oponiéndose a la
carrera desesperada de su madre. Por fin alcanzan el vagón. Maite lleva a María
hasta la puerta, la ayuda a subir con un empujoncito en el trasero y se acerca
a la ventanilla.
-¡Agustín,
María ya subió! ¡Coge a la niña!
Y levanta los
brazos, izando a la pequeña hasta la altura del cristal.
-¡Pero que
coño…!
-¡Cógela, que
no hay tiempo que perder!
Agustín,
desconcertado, toma a la niña justo en el momento en el que suena un pitido
largo, y el motor del tren comienza a rugir con fuerza para vencer la inercia
de la parada. Está de pie en el compartimento,
con la niña en brazos, pero no reacciona. “¿Por qué no sube Maite?”
El tren
comienza a moverse poco a poco, pero Maite continúa varada en el andén,
contemplando cómo se aleja su vagón entre la maraña de vías que relucen como
plata al sol de la tarde. Y entonces piensa que ha de moverse si no quiere
perder el Último Tren.
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