REALIA
Autora: Elena Román Torres
Fui
engendrada por la inspiración y conjugada en un cálido vientre con aspiración y
tras intensas contracciones. El primer idioma que escuché fue el arrullo de mi
madre; mi primera almohada fue su pecho. En estado grave e inestable, enunció
su última emisión sonora inarticulada y, habiendo cumplido su función, puso
punto y final yéndose por las ramas de los naranjos hasta llegar al cielo.
Aparte de mí, llamada por entonces Sema –la más pequeña–, la familia estaba
compuesta, pretérita mi madre y obsoleta su lengua, por un padre imperativo y
un hermano divergente.
Durante
mi primera adolescencia me quedé en blanco. La prosa de mi tía, la cual me apodaba
Metáfora, me definía así:
–En
ti se presentan como idénticos dos términos distintos: tú y tú.
En
este contexto pasé de ser vocal débil a vocal fuerte. Luché por mi identidad y
me convertí en sílaba. En mi segunda adolescencia fui palabra.
Habiéndome
mantenido neutra bajo la influencia del género masculino que habitaba la casa,
dejé de ser híbrida –formada con elementos de diversas lenguas– entre las
cuatro paredes que me flexionaban. Evolucioné hasta optimizar mis encantos
terminados en “a”. Padre imperativo utilizaba más la mímica que la dialéctica,
valiéndose de su rango. Hermano divergente se creía superlativo. Yo sufría de
paranoia temporal, por lo cual, ambos se me antojaban enemigos y objetivos de
planes urdidos mediante crucigramas y acertijos. Entre los tres compusimos un
trabalenguas imposible de pronunciar.
Conocí
a Anáfora, poseedora de la ciencia exacta. Erigimos brisas de diálogos y
amistad. Cada vez que ella decía “¿Te digo?”, yo me preparaba para uno de sus
ataques de sinceridad.
–¿Te
digo? Te diré: hay amor en ti, aunque también hay desaliento. Pero, sobre todo,
te digo que no hay espacio.
La frecuencia de estas sentencias incrementaba
o disminuía según la época del año, dependiendo de si era estación de ideales,
de veleros, de olvidos o goteras.
Nuestro
hogar fue pasto de frustraciones. Yo era una tumba ante el monólogo paterno y
los circunloquios de mi hermano. No me
consideraba una parte del todo que
pretendían ellos. Llegó, lógicamente, la disyunción: separación en el discurso
de palabras que debieran ir juntas.
Comencé
a trabajar en la biblioteca, en un ambiente en el que saboreé el verdadero
significado de la familia. Entre manuscritos sufrí un accidente gramatical y me
decliné con delirio para expresar y recibir cariño. Tras una estantería
cubierta de polvo apareció Ambiguo. Me bautizó con el nombre de Eufonía, porque
decía que mi voz provocaba un efecto agradable en sus oídos. Yo le hablaba con
énfasis, quizás porque le amaba; su estilo era indirecto, quizás porque no me
amó. Una madrugada que volvíamos de la luna le dije:
–El
problema es que no puedo callarme si leo entre líneas.
–¿No
puedes callar y leer al mismo tiempo?
–No
puedo callarme si lo que leo no es cierto.
Desvió
su mirada en un lapso infinito y fue tragado por la tierra.
Sola
y a un paso de la tercera adolescencia, no podía concentrarme. Me expresaba con
monosílabos. Mi padre murió con una exclamación en los labios. Un gato le comió
la lengua a mi hermano. Se desmoronó mi mundo y yo con él, sin resistencia ni
reticencia. Me entregué fervorosamente a la lectura, la cual me demostró
reciprocidad. Lo devoraba todo, incluidos artículos indeterminados e
indefinidos. Configuré mi habla personal e individual, la idiolalia mía.
Aprendí a hacer rimas con los pensamientos, a luchar en y contra el sarcasmo, y
también a mantener, de una manera o de otra, más simple o más compleja, el
ritmo y la cadencia. Me volví reflexiva: la acción volvía a recaer sobre mí
misma. Anáfora llevaba un tiempo muda, así que era previsible un nuevo ataque.
–¿Te
digo?
–Di.
–Te
diré: el mundo está fuera. Te digo que el que tienes aquí dentro sólo es una
milésima parte de lo que te corresponde.
Me
convenció para que saliera aquella noche, alegando que en la calle circulaban nuevos y mágicos dialectos. Tenía
razón. En el espacio exterior de los sentidos conocí a Tiempo Perfecto.
–Tu
cara me suena de un sueño –dijo–. ¿Dónde has estado antes de hoy?
–En
Babel –contesté.
–Y...
¿alquilan pisos allí?
Me
preguntó el nombre, le dije:
–Realia.
No
me preguntó más, no le expliqué lo que significaba: conjunto de elementos
externos que pueden influir en el sistema lingüístico.
Al principio no pude evitar la comparación.
Ambiguo y Tiempo Perfecto poseían formas parecidas pero distinto significado;
eran homomorfos. Después me dejé llevar y perdí el acento entre olas y
tempestades. Alternamos posiciones. A veces él era sujeto y yo el predicado,
otras yo el sujeto y él el predicado, y las restantes nos fusionábamos hasta
ser un único verbo entre las sábanas. Yo le llevaba en el alma por las mañanas
y por las noches lo extendía sobre la cama.
Me decía:
–¿Te puedo hacer una pregunta?
Le contestaba:
–Ya me la estás haciendo.
Me preguntó:
–¿Por
qué me hablas siempre en cursiva?
Le respondí:
–Porque
a tu lado pierdo el equilibrio y me tuerzo.
Tiempo
Perfecto surcaba las carreteras a menudo y yo, en su ausencia, esbozaba poemas
en infinitivo expresando la acción pura y simple, sin matices temporales. Una
noche en que él giraba el volante en
dirección contraria a mí, me encontré hablando en sueños con un espectro. Cuando,
a las pocas horas, me comunicaron la noticia de su fallecimiento, yo la
aguardaba vestida de negro.
De
ser pasé a no ser nada. Todo se volvió plural: lágrima, laguna, pena, soledad.
Me embargaba el miedo al ruido, a los gestos, a los sentimientos, a salir de
casa… Anáfora no dejaba de repetirme que yo iba demasiado arropada para
encontrarme en plena estación de olvido. Reaccioné con histeria, fabricando
gritos para no oír. A ella se le acabaron los decires y me regaló un paréntesis
de mi talla.
Adquirí
un tono azul pálido circunstancial y me abracé a la madurez prematura. Creo que me volví
demasiado subjetiva, y tan introvertida que me di la vuelta. Cierta mañana me topé con Tiempo Perfecto en un espejo.
–¿Me recuerdas? –me preguntó.
–Cada
vez que me acuesto y que me levanto.
La
catatonia me permitía mantenerme erguida, aunque no demostrase ninguna voluntad
o interés por lo que me rodeaba. Anáfora se presentó bajo la forma de un ciclón
en mi casa.
–¿Te
digo?
–No.
–Te
diré: has emprendido una fuga disociativa de tu pasado. Te digo que los muertos
no respiran, y que oigo latidos en tu corazón.
En
el gerundio de lo interminable, tejí una manta de alambre sobre mis rodillas para
que el dolor físico prevaleciera sobre el recuerdo. Cincuenta mañanas de
cicatrices después, y atacada por las lenguas de doble filo que me apodaron
Metasemia –puesto que mi mente había sufrido, según ellas, un cambio de
significación: de principal a regular, de desviada a desvariada, de implosiva a
explosiva–, me declaré inocente en mayúsculas y presenté las pruebas de la
paradoja: opinión verdadera o no, contraria a la opinión oral. Me acusaron de
predicar en el desierto y yo me defendí alegando que estaba sujetando el
océano. Agoté el hilo de sus voces con el alzamiento de mi imago, al fin
conexa, predominante, sin comillas. Salí a la calle poseída por mil demonios
que me desposeyeron en la esquina donde reapareció Ambiguo, esta vez, sin
reflejos.
–Estás
más guapa sin sombras de tristeza en los ojos.
Yo
le definí pasividad e indiferencia aparcando mi mirada en el cielo. Él me
mostró su obtestación y vehemencia poniendo por testigos a los muertos de que
siempre me amó. Decidí creerle no porque me dijera la verdad, sino porque sabía
que, a partir de ese momento, no me mentiría jamás.
–Poco
a poco irás dejando atrás el subjuntivo y las dudas.
Le
miré con estupor / ausencia de respuesta.
Aquélla
fue la primera página de una novela que
escribimos a partes iguales, y que convertimos en el libro de cabecera
indispensable de nuestras horas. Anáfora y yo seguimos amainando y arreciando
por temporadas. Mi hermano me envía tarjetas de felicitación por la buena
nueva; ahora estoy leyendo la última que he recibido, donde me tiende la mano y
la voz. He perdido la forma. Crece una niña en mi vientre y se alimenta de
magia. Ella aún no lo sabe, pero se llamará Sigla.
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