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2015 Premio Castellano: REALIA

 

REALIA

Autora: Elena Román Torres

 

 

Fui engendrada por la inspiración y conjugada en un cálido vientre con aspiración y tras intensas contracciones. El primer idioma que escuché fue el arrullo de mi madre; mi primera almohada fue su pecho. En estado grave e inestable, enunció su última emisión sonora inarticulada y, habiendo cumplido su función, puso punto y final yéndose por las ramas de los naranjos hasta llegar al cielo. Aparte de mí, llamada por entonces Sema –la más pequeña–, la familia estaba compuesta, pretérita mi madre y obsoleta su lengua, por un padre imperativo y un hermano divergente.

Durante mi primera adolescencia me quedé en blanco. La prosa de mi tía, la cual me apodaba Metáfora, me definía así:

–En ti se presentan como idénticos dos términos distintos: tú y tú.

En este contexto pasé de ser vocal débil a vocal fuerte. Luché por mi identidad y me convertí en sílaba. En mi segunda adolescencia fui palabra.

Habiéndome mantenido neutra bajo la influencia del género masculino que habitaba la casa, dejé de ser híbrida –formada con elementos de diversas lenguas– entre las cuatro paredes que me flexionaban. Evolucioné hasta optimizar mis encantos terminados en “a”. Padre imperativo utilizaba más la mímica que la dialéctica, valiéndose de su rango. Hermano divergente se creía superlativo. Yo sufría de paranoia temporal, por lo cual, ambos se me antojaban enemigos y objetivos de planes urdidos mediante crucigramas y acertijos. Entre los tres compusimos un trabalenguas imposible de pronunciar. 

Conocí a Anáfora, poseedora de la ciencia exacta. Erigimos brisas de diálogos y amistad. Cada vez que ella decía “¿Te digo?”, yo me preparaba para uno de sus ataques de sinceridad.

–¿Te digo? Te diré: hay amor en ti, aunque también hay desaliento. Pero, sobre todo, te digo que no hay espacio.

La frecuencia de estas sentencias incrementaba o disminuía según la época del año, dependiendo de si era estación de ideales, de veleros, de olvidos o goteras.

Nuestro hogar fue pasto de frustraciones. Yo era una tumba ante el monólogo paterno y los circunloquios de mi hermano. No  me consideraba  una parte del todo que pretendían ellos. Llegó, lógicamente, la disyunción: separación en el discurso de palabras que debieran ir juntas.

Comencé a trabajar en la biblioteca, en un ambiente en el que saboreé el verdadero significado de la familia. Entre manuscritos sufrí un accidente gramatical y me decliné con delirio para expresar y recibir cariño. Tras una estantería cubierta de polvo apareció Ambiguo. Me bautizó con el nombre de Eufonía, porque decía que mi voz provocaba un efecto agradable en sus oídos. Yo le hablaba con énfasis, quizás porque le amaba; su estilo era indirecto, quizás porque no me amó. Una madrugada que volvíamos de la luna le dije:

–El problema es que no puedo callarme si leo entre líneas.

–¿No puedes callar y leer al mismo tiempo?

–No puedo callarme si lo que leo no es cierto.

Desvió su mirada en un lapso infinito y fue tragado por la tierra.

Sola y a un paso de la tercera adolescencia, no podía concentrarme. Me expresaba con monosílabos. Mi padre murió con una exclamación en los labios. Un gato le comió la lengua a mi hermano. Se desmoronó mi mundo y yo con él, sin resistencia ni reticencia. Me entregué fervorosamente a la lectura, la cual me demostró reciprocidad. Lo devoraba todo, incluidos artículos indeterminados e indefinidos. Configuré mi habla personal e individual, la idiolalia mía. Aprendí a hacer rimas con los pensamientos, a luchar en y contra el sarcasmo, y también a mantener, de una manera o de otra, más simple o más compleja, el ritmo y la cadencia. Me volví reflexiva: la acción volvía a recaer sobre mí misma. Anáfora llevaba un tiempo muda, así que era previsible un nuevo ataque.

–¿Te digo?

–Di.

–Te diré: el mundo está fuera. Te digo que el que tienes aquí dentro sólo es una milésima parte de lo que te corresponde.

Me convenció para que saliera aquella noche, alegando que en la calle  circulaban nuevos y mágicos dialectos. Tenía razón. En el espacio exterior de los sentidos conocí a Tiempo Perfecto.

–Tu cara me suena de un sueño –dijo–. ¿Dónde has estado antes de hoy?

–En Babel –contesté.

–Y... ¿alquilan pisos allí?

Me preguntó el nombre, le dije:

–Realia.

No me preguntó más, no le expliqué lo que significaba: conjunto de elementos externos que pueden influir en el sistema lingüístico.

Al principio no pude evitar la comparación. Ambiguo y Tiempo Perfecto poseían formas parecidas pero distinto significado; eran homomorfos. Después me dejé llevar y perdí el acento entre olas y tempestades. Alternamos posiciones. A veces él era sujeto y yo el predicado, otras yo el sujeto y él el predicado, y las restantes nos fusionábamos hasta ser un único verbo entre las sábanas. Yo le llevaba en el alma por las mañanas y por las noches lo extendía sobre la cama. 

Me decía:     

         –¿Te puedo hacer una pregunta?

Le contestaba:

         –Ya me la estás haciendo.

Me preguntó:                                                 

–¿Por qué me hablas siempre en cursiva?

Le respondí:                                     

–Porque a tu lado pierdo el equilibrio y me tuerzo.

Tiempo Perfecto surcaba las carreteras a menudo y yo, en su ausencia, esbozaba poemas en infinitivo expresando la acción pura y simple, sin matices temporales. Una noche en que él  giraba el volante en dirección contraria a mí, me encontré hablando en sueños con un espectro. Cuando, a las pocas horas, me comunicaron la noticia de su fallecimiento, yo la aguardaba vestida de negro.

De ser pasé a no ser nada. Todo se volvió plural: lágrima, laguna, pena, soledad. Me embargaba el miedo al ruido, a los gestos, a los sentimientos, a salir de casa… Anáfora no dejaba de repetirme que yo iba demasiado arropada para encontrarme en plena estación de olvido. Reaccioné con histeria, fabricando gritos para no oír. A ella se le acabaron los decires y me regaló un paréntesis de mi talla.

Adquirí un tono azul pálido circunstancial y me abracé a  la madurez prematura. Creo que me volví demasiado subjetiva, y tan introvertida que me di la vuelta. Cierta mañana  me topé con Tiempo Perfecto  en un espejo.

–¿Me recuerdas? –me preguntó.

–Cada vez que me acuesto y que me levanto.

La catatonia me permitía mantenerme erguida, aunque no demostrase ninguna voluntad o interés por lo que me rodeaba. Anáfora se presentó bajo la forma de un ciclón en mi casa.

–¿Te digo?

–No.

–Te diré: has emprendido una fuga disociativa de tu pasado. Te digo que los muertos no respiran, y que oigo latidos en tu corazón.

En el gerundio de lo interminable, tejí una manta de alambre sobre mis rodillas para que el dolor físico prevaleciera sobre el recuerdo. Cincuenta mañanas de cicatrices después, y atacada por las lenguas de doble filo que me apodaron Metasemia –puesto que mi mente había sufrido, según ellas, un cambio de significación: de principal a regular, de desviada a desvariada, de implosiva a explosiva–, me declaré inocente en mayúsculas y presenté las pruebas de la paradoja: opinión verdadera o no, contraria a la opinión oral. Me acusaron de predicar en el desierto y yo me defendí alegando que estaba sujetando el océano. Agoté el hilo de sus voces con el alzamiento de mi imago, al fin conexa, predominante, sin comillas. Salí a la calle poseída por mil demonios que me desposeyeron en la esquina donde reapareció Ambiguo, esta vez, sin reflejos.

–Estás más guapa sin sombras de tristeza en los ojos.

Yo le definí pasividad e indiferencia aparcando mi mirada en el cielo. Él me mostró su obtestación y vehemencia poniendo por testigos a los muertos de que siempre me amó. Decidí creerle no porque me dijera la verdad, sino porque sabía que, a partir de ese momento, no me mentiría jamás.

–Poco a poco irás dejando atrás el subjuntivo y las dudas.

Le miré con estupor / ausencia de respuesta.

Aquélla fue la primera página de una  novela que escribimos a partes iguales, y que convertimos en el libro de cabecera indispensable de nuestras horas. Anáfora y yo seguimos amainando y arreciando por temporadas. Mi hermano me envía tarjetas de felicitación por la buena nueva; ahora estoy leyendo la última que he recibido, donde me tiende la mano y la voz. He perdido la forma. Crece una niña en mi vientre y se alimenta de magia. Ella aún no lo sabe, pero se llamará Sigla.

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