EDA ( o como vivir entre el cristal y las cenizas)
Hacía un día realmente
hermoso. Eran apenas las diez de la mañana y el sol brillaba con fuerza en lo
alto de un cielo azul que ni una sola nube se atrevía a manchar. El mar, calmo
y de un añil tan vivo como si en lugar de primavera fuera ya verano, acariciaba
la arena de la playa con lenguas de plata. Los coches se deslizaban en orden y
sin apenas hacer ruido por la ancha avenida principal y en las casas que la
bordeaban, todas pintadas de colores claros, se abrían ventanas que
escamoteaban su interior a las miradas indiscretas gracias a ligeras y
aterciopeladas cortinas. Una mujer de rasgos latinos ataviada con una
inmaculada bata blanca fregaba con parsimoniosos movimientos la amplia terraza
del primer piso de una villa y en la puerta de un café italiano recién abierto
sonreía un camarero vestido de blanco y
negro; parecía un tablero de ajedrez invitando a las piezas a comenzar
la partida. Eda acababa de enfilar el paseo saboreando de antemano el día que
se abría ante ella y que se le presentaba repleto de posibilidades. Mientras
caminaba, observaba con satisfacción sus relucientes zapatos y su abrigo negro
cuyos dos últimos botones desabrochados dejaban entrever ligeramente una falda
verde pálido que zigzagueaba sobre sus piernas largas dándoles una apariencia
sugerente, incluso elegante. Sentía con agrado el sol sobre el pelo, oscuro y
pesado, y el aire, cálido, rozándole la cara. Era feliz. Frente a ella y a
ambos lados de la amplia avenida se abrían seductores los escaparates de todas
las tiendas.
Zapatos de punta estrecha y altos y finos
tacones se alineaban como un engalanado regimiento el día del desfile junto a
suaves mocasines de tostada piel vuelta; zapatillas de deportes, de todos los
colores del arco iris, formaban, tacón con tacón, con botas altas y bajas, de
chatas o afiladas punteras, de ante, cuero o piel oscura. Muy cerca de este
gallardo ejército se codeaba la alta sociedad, muda y de plástico, también
uniformada con deportivas prendas vaqueras impecablemente desgastadas, minifaldas
de colores chillones, escotadas camisetas transparentes y largos y vaporosos
vestidos; todos los maniquíes le sonreían como invitándola a un baile que se
desarrollaba cada día, y sin interrupción, entre las diez y las ocho y para acudir al cual, pocos
metros más arriba, brillaba el muestrario de una joyería. Junto a ella estaba
ya puesta la mesa del banquete – cristal de Bohemia y porcelana china – que
competía en esplendor con un ensueño de camas, colchones de látex, edredones de
la mejor pluma y sábanas de lino o de seda imprescindibles para conciliar bien
el sueño después de haber disfrutado intensamente del día. Eda deslizó los ojos
sin prisa por todos aquellos bellos objetos y todas aquellas hermosas prendas
hasta que llegó al final del paseo. Se detuvo frente a la cristalera de una
agencia de viajes detrás de la que centelleaban en una gran pantalla imágenes
de palmeras y playas doradas rítmicamente combinadas con parques temáticos y burbujeantes
yacuzzis. Empujó con decisión la puerta y penetró en el interior. En una sala
rectangular bien iluminada por neones se apilaban seis mesas, tres a cada lado,
equipadas cada una de ellas con un ordenador de pantalla extra plana y un
empleado. Dos hombres y cuatro mujeres. Eda descartó automáticamente a las
mujeres y examinó con detenimiento a los varones. Uno hacía tiempo que había
pasado la cuarentena y lo más atractivo que conservaba en un rostro rosado y
surcado por venas azules eran las orejas pues sólo ellas se mantenían firmes
entre tantas ruinas. El otro apenas rozaba los treinta años y a pesar del
refulgir de una calva incipiente era guapo y bien proporcionado; sobre todo
contaba con unos hombros anchos modelados por una ceñida camiseta de lycra
negra rematada con un llamativo letrero rojo con el nombre de la agencia. Eda
se dirigió hacía él, tomó asiento en la silla de metacrilato que había frente a
la mesa, cruzó las piernas con gesto estudiado, apoyando el codo derecho sobre
ellas y la mano ligeramente abierta en el mentón, y con una sonrisa cuyos
encantos conocía bien por haberla practicado a menudo le pidió información
sobre dónde pasar las vacaciones. Durante cerca de una hora Eda se dejó acariciar
por la voz del joven que desgranaba con todo lujo de detalles y sin haberlos
visto nunca, los más atractivos parajes del mundo. Juntos hicieron un crucero
por el Nilo y disfrutaron de las nieves del Kilimanjaro y de las templadas
aguas de la piscina cubierta del hotel Sheraton de Nueva York; también juntos
compraron sedas en la India y té y especias en Ceylan y se bañaron desnudos en
las playas privadas del Caribe. Luego algo rompió el encanto, tal vez fuera la
calva la que se interpuso entre los dos o sencillamente que Eda recordó que
tenía concertada una cita con la agencia inmobiliaria. Cogió el folleto de
Bali, que era el lugar donde más a gusto se había encontrado, y una tarjeta con
el nombre del joven y su teléfono móvil y se despidió asegurándole que le
llamaría sin falta para confirmar la reserva. Desde la puerta, le dirigió una
mirada cálida pero discreta y salió a la calle. Se detuvo un momento en la
esquina para saborear el olor a bollería recién hecha que provenía de una
pastelería en cuyas vitrinas se apilaban tiernos pettit suisse rellenos de
chocolate, frágiles tocinillos de cielo, crujientes bizcochuelos de manzana,
tartaletas de ciruela, pastelillos de cabello de ángel, bombones y lenguas de
gato, borrachos chorreantes de almíbar, milhojas de rubia crema, budines de
cerezas, buñuelos, rosquillas y merengues en reñida batalla por hacer agua las
bocas de los transeúntes. Dos calles más abajo la estaba esperando el coche. Le
satisfizo el modelo y el color, gris metalizado, que despedía un lustre
argénteo a la luz del mediodía pero frunció el ceño con prevención al ver que
lo conducía una mujer de aproximadamente su edad. Rubia, ojos azules, unas
cejas bien delineadas por la pinza depiladora y un tímido pendiente, una chispa
inquieta en la nariz respingona, la joven se
esforzaba por mantener una atractiva y bien dibujada sonrisa. Mientras
Eda veía pasar a través de la ventanilla las rectas y cuidadas calles a ambos
lados de las cuales se alineaban las casas, todas diferentes, construidas de
acuerdo con el capricho de cada uno de sus propietarios, ella la ametrallaba
con un parloteo incesante sobre las vidas de las buenas gentes de la zona a
algunas de las cuales conocía personalmente por haber hecho de intermediaria en
la compra de su residencias. Pero Eda no se dejaba enredar en la maraña
interminable de amantes, negocios y operaciones de bolsa y estética. Acariciaba
con los ojos las balaustradas de mármol blanco, los miradores de oscura y
sólida madera y las terrazas torneadas por esbeltas columnas de piedra;
abrazaba con la mirada las largas galerías acristaladas y los espaciosos
porches en el centro de los cuales reinaba, sin excepción, la barbacoa. Todas
las casas contaban con extensos jardines flanqueados por setos o rosaledas
detrás de los que podía adivinar sin mucho esfuerzo las simetrías de los
parterres y las irregulares formas de los estanques de nenúfares y peces de
colores. La villa en venta coronaba, como la guinda el pastel, aquel paraíso de
bienestar. Y mientras su joven acompañante le disparaba, también ahora sin
tregua, la ficha inmobiliaria – trescientos metros cuadrados en tres plantas:
garaje, bodega, sala de juegos, cocina equipada, cinco dormitorios con sus
respectivos vestidores, gran comedor, estudio
y un salón de sesenta y cuatro metros cuadrados con chimenea; tres baños
completos, un aseo, sauna y terraza-solarium; jardín arbolado de tres
mil setecientos metros cuadrados y una piscina revestida con gresite – Eda
recorría despacio aunque sin pausa las distintas estancias. Abría muy
lentamente las puertas para disfrutar al máximo de la placentera sensación que
le producía la espera hasta descubrir lo que se ocultaba detrás de cada una de
ellas. Pisaba con suavidad el entarimado color caramelo recién acuchillado;
pasaba los dedos, apenas rozándolas, por las paredes color crema y alzaba los
ojos, admirada, hacia los blancos e inalcanzables techos ornamentados. Le
fascinaba abrir los armarios y fisgonear en los cajones, anaqueles y
compartimentos que los vestían. Pero, sin
lugar a dudas, nada la cautivaba tanto como el ver reflejada y multiplicada
hasta el infinito su imagen, dentro de aquel marco incomparable, en todos los
espejos de los baños y vestidores. Imaginaba la casa amueblada y se veía
a sí misma subiendo los estores y las persianas venecianas para dejar entrar el
sol; fantaseaba con recostarse en mullidos sofás tapizados de terciopelo o en
cómodos sillones de cuero negro frente a un gran televisor; se contemplaba en
el dormitorio, tendida en una cama eléctrica de dos metros por dos o en la
terraza, echada sobre una tumbona amarilla; incluso se mecía, en el jardín y en
buena compañía amorosa, en un balancín de rayas azules y rojas a juego con la
gran sombrilla que les protegía del sol. En el comedor llegó a abrir
imaginarias botellas de champagne y de fresco vino blanco, y derramó un buen
rosado sobre el mantel bordado a mano con sus iniciales que cubría la larga
mesa de ébano. Pero sobre todo, bailó; giró y giró sin darse cuenta por el
salón de sesenta y cuatro metros cuadrados deslizándose sobre sus relucientes
zapatos por el parqué y volvió a girar y a relucir, ahora ella, como una
estrella en el firmamento de la mejor tienda de ropa de la avenida donde, tras
despedirse de la agente inmobiliaria cuya tarjeta guardó en el compartimiento
interior del bolso junto a la del joven de la agencia de viajes, se probaba uno tras otro los más
sofisticados modelos de noche. Después de varias horas de mimar su cuerpo con
telas de diferentes colores y diseños se decidió por un vestido largo y ceñido
de suave raso negro con un pronunciado escote en la espalda que le daba un
toque distinguido. Lo dejó reservado y volvió a salir a la calle. Hacía rato
que había comenzado la tarde. El sol iba perdiendo fuerza y soplaba un ligero
vientecillo. Había refrescado. Eda se subió el cuello del abrigo y se encaminó
rauda hacia el otro lado del paseo, una de cuyas manzanas estaba íntegramente
ocupada por un centro de belleza.
Incluso visto desde fuera,
a través de las vidrieras, aquél era, sin duda, el lugar más fascinante del
mundo. Pero aún era más delicioso una vez se atravesaba la puerta pues a la
impresión visual de todos aquellos sugerentes productos se unía el aroma
inclasificable de miles de perfumes, aceites y bálsamos que impregnaba el
ambiente. Eda aspiró hondo, con gusto, y recorrió con la mirada los pasillos a
ambos lados de los cuales se extendían los distintos puestos. Se decidió, para
empezar la expedición, por la zona de las colonias. Los pulverizadores, sprays,
pebeteros y frascos se distribuían en una bien diseñada combinación de tamaños
y colores. Había envases grandes, de líneas simples y armoniosas, sin apenas
adornos y también pequeños recipientes de formas sofisticadas artísticamente
recamados. Unos contenían líquidos ambarinos, otros sustancias que parecían
jade; había esencias tornasoladas y también violentamente azules. Eda fue
probándolas todas, despacio, una a una. Dejaba deslizarse una gota sobre la
muñeca izquierda, luego la frotaba ligeramente contra la derecha y esperaba
unos segundos para a continuación aspirar la dulce fragancia. Disfrutó de las
colonias de espliego y de nardo; inhaló con placer el perfume de violetas y se
dejó cautivar por el extracto de naranja, los vapores del té verde y el intenso
efluvio de la malvarrosa. Cuando llegó al final de la ruta de las esencias
escogió el itinerario de las sales y aceites de baño. Lo salvó esta vez más
rápido, descansando la mirada de cuando en cuando sobre las pequeñas piedras de
cristal amarillo, verde o naranja que imaginaba diluyéndose en el agua caliente
de la bañera para que ella pudiera disfrutar de sus efluvios o las botellitas
de untuoso aceite apenas coloreado que en las manos del masajista dejarían su
cuerpo terso y suave, impregnado de olor a rosas. Después vadeó los largos
pasillos donde se acumulaban los maquillajes, las sombras y lápices de ojos
junto con perfiladores, brillos y pintalabios. Allí descubrió que tenía la piel
mixta y probó las cremas limpiadoras e hidratantes adecuadas para la misma. También
allí, experimentó con los maquillajes y dio sin muchos problemas con las
tonalidades que más le favorecían. Mientras se dirigía a la salida se buscaba
con ansiedad en todos los espejos que cubrían generosamente las paredes del
recinto para comprobar con placer, una y otra vez, que las sombras azules suavizaban
su mirada; los delicados tostados combinados con el lápiz de ojos blanco
realzaban sus pómulos y el pintalabios coral brillante le daba una textura
carnosa a sus labios. En el último espejo, el más grande de todos, ya junto a
la puerta de salida, reconoció con sorpresa lo hermosa que era. Entonces
comenzaron a apagarse paulatinamente las luces.
Una tras otras se fueron
cerrando todas las tiendas. Las puertas se reforzaron con barras y se
conectaron las alarmas y las cámaras de seguridad. Las persianas resonaban al
bajarse y únicamente el refulgir de los escaparates mantenía viva la esperanza
de que pronto llegaría otro día y que la sabrosa manzana del comercio,
consumida hoy hasta el corazón, se renovaría mañana tan redonda y apetecible
como siempre. Eda caminaba despacio por el amplio paseo ahora desierto.
Atardecía. El cielo se había teñido de rosa y un sol redondo y rojo como una
bola de fuego caía sobre un mar azul oscuro que lo esperaba con glotona
impaciencia. Hasta ella llegaban rachas de aire húmedo y frío que hacían que se
estremeciera. Se abrochó los dos últimos botones del abrigo y arrastrando los
zapatos cuyo brillo apagaba la luz tardía giró a la derecha, dándole la espalda
al mar, y descendió por una calle larga y
angosta. Su rostro, a pesar del maquillaje, apenas podía ocultar la decepción
que le producía el final del día. Era hora punta y en la estación de autobuses
la gente se abría paso con dificultad hasta las taquillas y se agolpaba
impaciente en las paradas. El ruido de los motores y las voces se imponía sobre
un monótono fondo de música ambiental apenas interrumpido de vez en cuando por
la átona voz femenina que informaba sobre las salidas. Eda subió a un circular
abarrotado que olía a precariedad y trabajo mal pagado. Se acurrucó al fondo,
junto a una ventanilla, y echó una ojeada maquinal a su alrededor. Bajó
rápidamente los ojos con cierto resquemor. No estaba dispuesta a dejar que toda
aquella humanidad sin brillo apagara los rescoldos de su hermoso día. Se
concentró, terca, en la muda pantalla de televisión que colgaba frente a
ella. Las imágenes la devolvían al paraíso perdido que, en el exterior del
autobús, iba cediendo el sitio poco a poco a homogéneos bloques de viviendas;
verdaderas torres de Babel que crecían hacia un cielo borroso, tan pegadas unas
a otras como si estuvieran enfrentadas en un duro combate por el espacio. Les
rodeaba un mar de asfalto y una vegetación de farolas y contenedores de basura.
Eda se bajó del autobús en la última parada. Aún le quedaba un largo trecho por
andar dentro de aquel hormiguero humano antes de llegar a su casa. Caminaba
deprisa, erguida, con los brazos rozándole las caderas y un rostro tan
inexpresivo como las calles que iba dejando atrás. Cuando entró en el callejón
al que daba el portal era completamente de noche. Moderó el paso y buscó, por
costumbre, el apartamento con la mirada. Había ropa colgada en todas las
ventanas y la luz de la cocina estaba encendida. Entró sin hacer ruido. Las
voces le llegaban bastante nítidas como para saber que esta vez la disputa era
por quién gastaba más jabón para fregar. Discutir en la cocina por la noche se
había convertido en una rutina en aquella vivienda demasiado llena de gente.
Entró en su habitación y cerró la puerta. El volumen de las voces se amortiguó
hasta no ser más que un rumor lejano, cortado de cuando en cuando por una
palabra altisonante. La cama de Miriam, desecha y vacía, le recordó que su
compañera de habitación acababa de encontrar un trabajo nocturno. Se quitó los
zapatos despacio, como si le costase un gran esfuerzo desprenderse de ellos, y
los depositó con cuidado en el fondo del armario. Antes les devolvió el brillo
deslizando suavemente la palma de la mano por su superficie. Luego comenzó a
desprenderse de la ropa. Trataba a las prendas con la misma delicadeza que si
fueran valiosos y frágiles objetos. Colgó el abrigo y lo hizo girar lentamente
en la percha varias veces hasta estar segura de que todos sus pliegues,
costuras y vueltas habían quedado bien
colocadas. A continuación dobló la blusa blanca y la falda verde pálido
alisando con la mano, y una buena dosis de paciencia, las arrugas que se habían
formado en ellas a lo largo del día.
Antes de cerrar el armario y después de
dirigir una última mirada ansiosa a su guardarropa sacó la bata blanca y el
gorro que utilizaba en el horno y los arrojó con descuido sobre la única silla
de la habitación. Se puso el pijama y comprobó que el despertador estaba listo
para sonar a las cuatro y media. Entraba
a las seis en punto en la panificadora. Al dejar de nuevo el reloj sobre la
mesilla notó el olor amargo de las colillas. Se fijó en el cenicero repleto y
lo vació en la papelera. El tabaco siempre le producía nauseas pero ahora las
acrecentaba la pesada sensación de vacío que sentía en el estómago. Había
disfrutado tanto del día que se había olvidado de comer. Se sentó sobre la
cama, abrió el bolso y sacó de su interior un paquete envuelto en papel de
aluminio. Era el bocadillo que se había preparado para el almuerzo. Le dio un
mordisco sin muchas ganas y comprobó que el pan estaba blando y la tortilla
seca, pero se lo comió de todos los modos. Una vez hubo engañado al hambre reparó
en lo cansada que estaba. Apenas podía abrir los ojos y le pesaban
terriblemente los brazos y las piernas. Haciendo un enorme esfuerzo apartó el
bolso para meterse en la cama y entonces
se acordó de las tarjetas. Las sacó junto con el folleto de Bali; dejó éste
sobre sus rodillas, arrojó a la papelera la cartulina de la inmobiliaria sin
mirarla y se concentró en los datos del joven de la agencia de viajes. Leyó en
voz alta aunque apenas audible su nombre y teléfono mientras sonreía con cierta
ternura malcontenida. Antes de rasgar el cartón y depositar los pedazos en la
papelera lo retuvo un segundo entre los dedos como si quisiera despedirse de
él. Iba también a romper el folleto cuando se fijó en la fotografía que
adornaba la portada. Abrió el cajón de la mesilla y con la uña desclavó una de
las chinchetas que sujetaban el papel de periódico que estaba colocado en su
fondo. Puso el impreso sobre la pared, justo encima de la cama, y lo sujetó con
la chincheta. Lo miró desde cierta distancia y su sonrisa se ensanchó vencida
por el cielo azul y las palmeras y durante un instante sintió el calor de la
arena bajo los pies descalzos. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que
tenía frío. Se metió dentro de la cama y apagó la luz. Tumbada de lado, con las
piernas encogidas y una mano entre las rodillas y la otra bajo la almohada, se
arrebujó todo lo que pudo con la manta. Cerró los ojos. La oscuridad era
absoluta y sólo se oía el silencio. Entonces la invadió una plena sensación de
felicidad. Tenía por delante seis horas y media para saborear de nuevo su día
libre. Soñar, como mirar, todavía era gratis en el gran escaparate en el que
Eda vivía.
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