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2010 Premio Castellano: EDA

 

EDA ( o como vivir entre el cristal y las cenizas)

 Autora: Isabel Alba Rico

 

Hacía un día realmente hermoso. Eran apenas las diez de la mañana y el sol brillaba con fuerza en lo alto de un cielo azul que ni una sola nube se atrevía a manchar. El mar, calmo y de un añil tan vivo como si en lugar de primavera fuera ya verano, acariciaba la arena de la playa con lenguas de plata. Los coches se deslizaban en orden y sin apenas hacer ruido por la ancha avenida principal y en las casas que la bordeaban, todas pintadas de colores claros, se abrían ventanas que escamoteaban su interior a las miradas indiscretas gracias a ligeras y aterciopeladas cortinas. Una mujer de rasgos latinos ataviada con una inmaculada bata blanca fregaba con parsimoniosos movimientos la amplia terraza del primer piso de una villa y en la puerta de un café italiano recién abierto sonreía un camarero vestido de blanco y  negro; parecía un tablero de ajedrez invitando a las piezas a comenzar la partida. Eda acababa de enfilar el paseo saboreando de antemano el día que se abría ante ella y que se le presentaba repleto de posibilidades. Mientras caminaba, observaba con satisfacción sus relucientes zapatos y su abrigo negro cuyos dos últimos botones desabrochados dejaban entrever ligeramente una falda verde pálido que zigzagueaba sobre sus piernas largas dándoles una apariencia sugerente, incluso elegante. Sentía con agrado el sol sobre el pelo, oscuro y pesado, y el aire, cálido, rozándole la cara. Era feliz. Frente a ella y a ambos lados de la amplia avenida se abrían seductores los escaparates de todas las tiendas.

 Zapatos de punta estrecha y altos y finos tacones se alineaban como un engalanado regimiento el día del desfile junto a suaves mocasines de tostada piel vuelta; zapatillas de deportes, de todos los colores del arco iris, formaban, tacón con tacón, con botas altas y bajas, de chatas o afiladas punteras, de ante, cuero o piel oscura. Muy cerca de este gallardo ejército se codeaba la alta sociedad, muda y de plástico, también uniformada con deportivas prendas vaqueras impecablemente desgastadas, minifaldas de colores chillones, escotadas camisetas transparentes y largos y vaporosos vestidos; todos los maniquíes le sonreían como invitándola a un baile que se desarrollaba cada día, y sin interrupción, entre las diez  y las ocho y para acudir al cual, pocos metros más arriba, brillaba el muestrario de una joyería. Junto a ella estaba ya puesta la mesa del banquete – cristal de Bohemia y porcelana china – que competía en esplendor con un ensueño de camas, colchones de látex, edredones de la mejor pluma y sábanas de lino o de seda imprescindibles para conciliar bien el sueño después de haber disfrutado intensamente del día. Eda deslizó los ojos sin prisa por todos aquellos bellos objetos y todas aquellas hermosas prendas hasta que llegó al final del paseo. Se detuvo frente a la cristalera de una agencia de viajes detrás de la que centelleaban en una gran pantalla imágenes de palmeras y playas doradas rítmicamente combinadas con parques temáticos y burbujeantes yacuzzis. Empujó con decisión la puerta y penetró en el interior. En una sala rectangular bien iluminada por neones se apilaban seis mesas, tres a cada lado, equipadas cada una de ellas con un ordenador de pantalla extra plana y un empleado. Dos hombres y cuatro mujeres. Eda descartó automáticamente a las mujeres y examinó con detenimiento a los varones. Uno hacía tiempo que había pasado la cuarentena y lo más atractivo que conservaba en un rostro rosado y surcado por venas azules eran las orejas pues sólo ellas se mantenían firmes entre tantas ruinas. El otro apenas rozaba los treinta años y a pesar del refulgir de una calva incipiente era guapo y bien proporcionado; sobre todo contaba con unos hombros anchos modelados por una ceñida camiseta de lycra negra rematada con un llamativo letrero rojo con el nombre de la agencia. Eda se dirigió hacía él, tomó asiento en la silla de metacrilato que había frente a la mesa, cruzó las piernas con gesto estudiado, apoyando el codo derecho sobre ellas y la mano ligeramente abierta en el mentón, y con una sonrisa cuyos encantos conocía bien por haberla practicado a menudo le pidió información sobre dónde pasar las vacaciones. Durante cerca de una hora Eda se dejó acariciar por la voz del joven que desgranaba con todo lujo de detalles y sin haberlos visto nunca, los más atractivos parajes del mundo. Juntos hicieron un crucero por el Nilo y disfrutaron de las nieves del Kilimanjaro y de las templadas aguas de la piscina cubierta del hotel Sheraton de Nueva York; también juntos compraron sedas en la India y té y especias en Ceylan y se bañaron desnudos en las playas privadas del Caribe. Luego algo rompió el encanto, tal vez fuera la calva la que se interpuso entre los dos o sencillamente que Eda recordó que tenía concertada una cita con la agencia inmobiliaria. Cogió el folleto de Bali, que era el lugar donde más a gusto se había encontrado, y una tarjeta con el nombre del joven y su teléfono móvil y se despidió asegurándole que le llamaría sin falta para confirmar la reserva. Desde la puerta, le dirigió una mirada cálida pero discreta y salió a la calle. Se detuvo un momento en la esquina para saborear el olor a bollería recién hecha que provenía de una pastelería en cuyas vitrinas se apilaban tiernos pettit suisse rellenos de chocolate, frágiles tocinillos de cielo, crujientes bizcochuelos de manzana, tartaletas de ciruela, pastelillos de cabello de ángel, bombones y lenguas de gato, borrachos chorreantes de almíbar, milhojas de rubia crema, budines de cerezas, buñuelos, rosquillas y merengues en reñida batalla por hacer agua las bocas de los transeúntes. Dos calles más abajo la estaba esperando el coche. Le satisfizo el modelo y el color, gris metalizado, que despedía un lustre argénteo a la luz del mediodía pero frunció el ceño con prevención al ver que lo conducía una mujer de aproximadamente su edad. Rubia, ojos azules, unas cejas bien delineadas por la pinza depiladora y un tímido pendiente, una chispa inquieta en la nariz respingona, la joven se esforzaba por mantener una atractiva y bien dibujada sonrisa. Mientras Eda veía pasar a través de la ventanilla las rectas y cuidadas calles a ambos lados de las cuales se alineaban las casas, todas diferentes, construidas de acuerdo con el capricho de cada uno de sus propietarios, ella la ametrallaba con un parloteo incesante sobre las vidas de las buenas gentes de la zona a algunas de las cuales conocía personalmente por haber hecho de intermediaria en la compra de su residencias. Pero Eda no se dejaba enredar en la maraña interminable de amantes, negocios y operaciones de bolsa y estética. Acariciaba con los ojos las balaustradas de mármol blanco, los miradores de oscura y sólida madera y las terrazas torneadas por esbeltas columnas de piedra; abrazaba con la mirada las largas galerías acristaladas y los espaciosos porches en el centro de los cuales reinaba, sin excepción, la barbacoa. Todas las casas contaban con extensos jardines flanqueados por setos o rosaledas detrás de los que podía adivinar sin mucho esfuerzo las simetrías de los parterres y las irregulares formas de los estanques de nenúfares y peces de colores. La villa en venta coronaba, como la guinda el pastel, aquel paraíso de bienestar. Y mientras su joven acompañante le disparaba, también ahora sin tregua, la ficha inmobiliaria – trescientos metros cuadrados en tres plantas: garaje, bodega, sala de juegos, cocina equipada, cinco dormitorios con sus respectivos vestidores, gran comedor, estudio y un salón de sesenta y cuatro metros cuadrados con chimenea; tres baños completos, un aseo, sauna y terraza-solarium; jardín arbolado de tres mil setecientos metros cuadrados y una piscina revestida con gresite – Eda recorría despacio aunque sin pausa las distintas estancias. Abría muy lentamente las puertas para disfrutar al máximo de la placentera sensación que le producía la espera hasta descubrir lo que se ocultaba detrás de cada una de ellas. Pisaba con suavidad el entarimado color caramelo recién acuchillado; pasaba los dedos, apenas rozándolas, por las paredes color crema y alzaba los ojos, admirada, hacia los blancos e inalcanzables techos ornamentados. Le fascinaba abrir los armarios y fisgonear en los cajones, anaqueles y compartimentos que los vestían. Pero, sin lugar a dudas, nada la cautivaba tanto como el ver reflejada y multiplicada hasta el infinito su imagen, dentro de aquel marco incomparable, en todos los espejos de los baños y vestidores. Imaginaba la casa amueblada y se veía a sí misma subiendo los estores y las persianas venecianas para dejar entrar el sol; fantaseaba con recostarse en mullidos sofás tapizados de terciopelo o en cómodos sillones de cuero negro frente a un gran televisor; se contemplaba en el dormitorio, tendida en una cama eléctrica de dos metros por dos o en la terraza, echada sobre una tumbona amarilla; incluso se mecía, en el jardín y en buena compañía amorosa, en un balancín de rayas azules y rojas a juego con la gran sombrilla que les protegía del sol. En el comedor llegó a abrir imaginarias botellas de champagne y de fresco vino blanco, y derramó un buen rosado sobre el mantel bordado a mano con sus iniciales que cubría la larga mesa de ébano. Pero sobre todo, bailó; giró y giró sin darse cuenta por el salón de sesenta y cuatro metros cuadrados deslizándose sobre sus relucientes zapatos por el parqué y volvió a girar y a relucir, ahora ella, como una estrella en el firmamento de la mejor tienda de ropa de la avenida donde, tras despedirse de la agente inmobiliaria cuya tarjeta guardó en el compartimiento interior del bolso junto a la del joven de la agencia de viajes, se probaba uno tras otro los más sofisticados modelos de noche. Después de varias horas de mimar su cuerpo con telas de diferentes colores y diseños se decidió por un vestido largo y ceñido de suave raso negro con un pronunciado escote en la espalda que le daba un toque distinguido. Lo dejó reservado y volvió a salir a la calle. Hacía rato que había comenzado la tarde. El sol iba perdiendo fuerza y soplaba un ligero vientecillo. Había refrescado. Eda se subió el cuello del abrigo y se encaminó rauda hacia el otro lado del paseo, una de cuyas manzanas estaba íntegramente ocupada por un centro de belleza.

Incluso visto desde fuera, a través de las vidrieras, aquél era, sin duda, el lugar más fascinante del mundo. Pero aún era más delicioso una vez se atravesaba la puerta pues a la impresión visual de todos aquellos sugerentes productos se unía el aroma inclasificable de miles de perfumes, aceites y bálsamos que impregnaba el ambiente. Eda aspiró hondo, con gusto, y recorrió con la mirada los pasillos a ambos lados de los cuales se extendían los distintos puestos. Se decidió, para empezar la expedición, por la zona de las colonias. Los pulverizadores, sprays, pebeteros y frascos se distribuían en una bien diseñada combinación de tamaños y colores. Había envases grandes, de líneas simples y armoniosas, sin apenas adornos y también pequeños recipientes de formas sofisticadas artísticamente recamados. Unos contenían líquidos ambarinos, otros sustancias que parecían jade; había esencias tornasoladas y también violentamente azules. Eda fue probándolas todas, despacio, una a una. Dejaba deslizarse una gota sobre la muñeca izquierda, luego la frotaba ligeramente contra la derecha y esperaba unos segundos para a continuación aspirar la dulce fragancia. Disfrutó de las colonias de espliego y de nardo; inhaló con placer el perfume de violetas y se dejó cautivar por el extracto de naranja, los vapores del té verde y el intenso efluvio de la malvarrosa. Cuando llegó al final de la ruta de las esencias escogió el itinerario de las sales y aceites de baño. Lo salvó esta vez más rápido, descansando la mirada de cuando en cuando sobre las pequeñas piedras de cristal amarillo, verde o naranja que imaginaba diluyéndose en el agua caliente de la bañera para que ella pudiera disfrutar de sus efluvios o las botellitas de untuoso aceite apenas coloreado que en las manos del masajista dejarían su cuerpo terso y suave, impregnado de olor a rosas. Después vadeó los largos pasillos donde se acumulaban los maquillajes, las sombras y lápices de ojos junto con perfiladores, brillos y pintalabios. Allí descubrió que tenía la piel mixta y probó las cremas limpiadoras e hidratantes adecuadas para la misma. También allí, experimentó con los maquillajes y dio sin muchos problemas con las tonalidades que más le favorecían. Mientras se dirigía a la salida se buscaba con ansiedad en todos los espejos que cubrían generosamente las paredes del recinto para comprobar con placer, una y otra vez, que las sombras azules suavizaban su mirada; los delicados tostados combinados con el lápiz de ojos blanco realzaban sus pómulos y el pintalabios coral brillante le daba una textura carnosa a sus labios. En el último espejo, el más grande de todos, ya junto a la puerta de salida, reconoció con sorpresa lo hermosa que era. Entonces comenzaron a apagarse paulatinamente las luces.

Una tras otras se fueron cerrando todas las tiendas. Las puertas se reforzaron con barras y se conectaron las alarmas y las cámaras de seguridad. Las persianas resonaban al bajarse y únicamente el refulgir de los escaparates mantenía viva la esperanza de que pronto llegaría otro día y que la sabrosa manzana del comercio, consumida hoy hasta el corazón, se renovaría mañana tan redonda y apetecible como siempre. Eda caminaba despacio por el amplio paseo ahora desierto. Atardecía. El cielo se había teñido de rosa y un sol redondo y rojo como una bola de fuego caía sobre un mar azul oscuro que lo esperaba con glotona impaciencia. Hasta ella llegaban rachas de aire húmedo y frío que hacían que se estremeciera. Se abrochó los dos últimos botones del abrigo y arrastrando los zapatos cuyo brillo apagaba la luz tardía giró a la derecha, dándole la espalda al mar, y descendió por una calle larga y angosta. Su rostro, a pesar del maquillaje, apenas podía ocultar la decepción que le producía el final del día. Era hora punta y en la estación de autobuses la gente se abría paso con dificultad hasta las taquillas y se agolpaba impaciente en las paradas. El ruido de los motores y las voces se imponía sobre un monótono fondo de música ambiental apenas interrumpido de vez en cuando por la átona voz femenina que informaba sobre las salidas. Eda subió a un circular abarrotado que olía a precariedad y trabajo mal pagado. Se acurrucó al fondo, junto a una ventanilla, y echó una ojeada maquinal a su alrededor. Bajó rápidamente los ojos con cierto resquemor. No estaba dispuesta a dejar que toda aquella humanidad sin brillo apagara los rescoldos de su hermoso día. Se concentró, terca, en la muda pantalla de televisión que colgaba frente a ella. Las imágenes la devolvían al paraíso perdido que, en el exterior del autobús, iba cediendo el sitio poco a poco a homogéneos bloques de viviendas; verdaderas torres de Babel que crecían hacia un cielo borroso, tan pegadas unas a otras como si estuvieran enfrentadas en un duro combate por el espacio. Les rodeaba un mar de asfalto y una vegetación de farolas y contenedores de basura. Eda se bajó del autobús en la última parada. Aún le quedaba un largo trecho por andar dentro de aquel hormiguero humano antes de llegar a su casa. Caminaba deprisa, erguida, con los brazos rozándole las caderas y un rostro tan inexpresivo como las calles que iba dejando atrás. Cuando entró en el callejón al que daba el portal era completamente de noche. Moderó el paso y buscó, por costumbre, el apartamento con la mirada. Había ropa colgada en todas las ventanas y la luz de la cocina estaba encendida. Entró sin hacer ruido. Las voces le llegaban bastante nítidas como para saber que esta vez la disputa era por quién gastaba más jabón para fregar. Discutir en la cocina por la noche se había convertido en una rutina en aquella vivienda demasiado llena de gente. Entró en su habitación y cerró la puerta. El volumen de las voces se amortiguó hasta no ser más que un rumor lejano, cortado de cuando en cuando por una palabra altisonante. La cama de Miriam, desecha y vacía, le recordó que su compañera de habitación acababa de encontrar un trabajo nocturno. Se quitó los zapatos despacio, como si le costase un gran esfuerzo desprenderse de ellos, y los depositó con cuidado en el fondo del armario. Antes les devolvió el brillo deslizando suavemente la palma de la mano por su superficie. Luego comenzó a desprenderse de la ropa. Trataba a las prendas con la misma delicadeza que si fueran valiosos y frágiles objetos. Colgó el abrigo y lo hizo girar lentamente en la percha varias veces hasta estar segura de que todos sus pliegues, costuras  y vueltas habían quedado bien colocadas. A continuación dobló la blusa blanca y la falda verde pálido alisando con la mano, y una buena dosis de paciencia, las arrugas que se habían formado en ellas a lo largo del día.

 Antes de cerrar el armario y después de dirigir una última mirada ansiosa a su guardarropa sacó la bata blanca y el gorro que utilizaba en el horno y los arrojó con descuido sobre la única silla de la habitación. Se puso el pijama y comprobó que el despertador estaba listo para sonar a las cuatro  y media. Entraba a las seis en punto en la panificadora. Al dejar de nuevo el reloj sobre la mesilla notó el olor amargo de las colillas. Se fijó en el cenicero repleto y lo vació en la papelera. El tabaco siempre le producía nauseas pero ahora las acrecentaba la pesada sensación de vacío que sentía en el estómago. Había disfrutado tanto del día que se había olvidado de comer. Se sentó sobre la cama, abrió el bolso y sacó de su interior un paquete envuelto en papel de aluminio. Era el bocadillo que se había preparado para el almuerzo. Le dio un mordisco sin muchas ganas y comprobó que el pan estaba blando y la tortilla seca, pero se lo comió de todos los modos. Una vez hubo engañado al hambre reparó en lo cansada que estaba. Apenas podía abrir los ojos y le pesaban terriblemente los brazos y las piernas. Haciendo un enorme esfuerzo apartó el bolso para meterse en la cama  y entonces se acordó de las tarjetas. Las sacó junto con el folleto de Bali; dejó éste sobre sus rodillas, arrojó a la papelera la cartulina de la inmobiliaria sin mirarla y se concentró en los datos del joven de la agencia de viajes. Leyó en voz alta aunque apenas audible su nombre y teléfono mientras sonreía con cierta ternura malcontenida. Antes de rasgar el cartón y depositar los pedazos en la papelera lo retuvo un segundo entre los dedos como si quisiera despedirse de él. Iba también a romper el folleto cuando se fijó en la fotografía que adornaba la portada. Abrió el cajón de la mesilla y con la uña desclavó una de las chinchetas que sujetaban el papel de periódico que estaba colocado en su fondo. Puso el impreso sobre la pared, justo encima de la cama, y lo sujetó con la chincheta. Lo miró desde cierta distancia y su sonrisa se ensanchó vencida por el cielo azul y las palmeras y durante un instante sintió el calor de la arena bajo los pies descalzos. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que tenía frío. Se metió dentro de la cama y apagó la luz. Tumbada de lado, con las piernas encogidas y una mano entre las rodillas y la otra bajo la almohada, se arrebujó todo lo que pudo con la manta. Cerró los ojos. La oscuridad era absoluta y sólo se oía el silencio. Entonces la invadió una plena sensación de felicidad. Tenía por delante seis horas y media para saborear de nuevo su día libre. Soñar, como mirar, todavía era gratis en el gran escaparate en el que Eda vivía.

 

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